Cierto. La España del paro, del
desempleo masivo y del empleo en precario como jamás, se ha
convertido en el paraíso de predicadores que han tomado la
política como negocio. Este país viene arrastrando, desde
hace tiempo, una profunda crisis de servidores de lo
público. Para desgracia de todos, aquellos políticos
honrados, con capacidad de trabajo, de serenidad constante y
escucha permanente, hace tiempo que han abandonado el barco.
Ocupando puestos de poder hay mucho charlatán suelto, ya no
sin preparación, lo que es peor, sin ética alguna. Junto a
los mil casos de corrupción, son muchos los que han adoptado
la política como profesión, lo que dificulta ser honesto y
ejercer como tal.
El presidente del gobierno, Rodríguez Zapatero, acaba de
decir que acomete la renovación del ejecutivo con el
objetivo de “fortalecer el discurso político” y de
“explicarse mejor”. El pueblo puede llegar a entender que se
adopten medidas impopulares, de ajuste, pero lo que no va a
comprender nunca, por muchos magos de la palabra que suban a
la escena, son los derroches políticos, el despilfarro de
las administraciones, la subida de impuestos, los recortes
sociales. La fortaleza política se genera con hechos, no con
palabras, con la práctica de la responsabilidad. No en vano,
la desconfianza de los ciudadanos hacia los políticos, hacia
la ineficacia política, es tan pública como notoria.
España precisa otros políticos y otras políticas. La
pobreza, la desigualdad, la falta de horizonte para los
jóvenes, la negación al derecho al trabajo, exige un
verdadero entusiasmo, otras manos de menos poder y más
servicio, que luchen por articular sociedades que avancen en
su conjunto. Ya está bien de fragmentar a la sociedad
dividiéndola y enfrentándola, mirando hacia atrás. El camino
siempre debe ser hacia delante, porque en política los males
hay que sanarlos cuanto antes, no vengarlos. El gesto del
presidente del Gobierno, Rodríguez Zapatero, de reducir el
número de ministerios como medida de ahorro, tiene que ser
el inicio de otros cambios profundos. Este país no puede
sostener tantísimas administraciones con su legión de jefes,
de asesores para todo y demás puestos de difícil
catalogación, ni un sindicalismo subvencionado, y tampoco la
sociedad debe seguir adormecida por unos políticos mediocres
y sin credibilidad. La democracia no es la pasividad, muchos
menos el silencio, es la batalla permanente por resolver los
problemas, y aquí, en este país se ha estado negando la
crisis durante mucho tiempo y se ha hecho soñar al pueblo de
que el trabajo estaba asegurado para todos.
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