Recuerdo de él lo disparatado que
se me hacía verle disfrazado de Ernesto Guevara, más
conocido como Che Guevara. Sobre todo, porque ya corrían los
años 80 y seguía empecinado en darse pote de gran
revolucionario. Juan Luis Aróstegui había ganado fama
de ser un malage de la noche; un sieso manido en toda regla,
que se dejaba ver en sitios concretos de una Ceuta que aún
vivía la dulce decadencia de sus bazares. En cierta ocasión,
creo haberlo contado otras veces, se presentó en un local
regentado por mí a meter la pata. A reventar, como solía
decir el Che Guevara de pacotilla, un acto cultural de una
burguesía que hacía y deshacía con estilo colonial. Iba mal
acompañado.
Aróstegui, pocos años después, dejó el disfraz
revolucionario –el cual, todo hay que decirlo, además de
sentarle como un tiro, le daba un aspecto cachondeable- para
vestirse de proletario a tiempo completo. Como correspondía
a un recién elegido concejal que llegaba al Ayuntamiento
convertido ya un bienhechor de los desempleados: así que se
esforzó hasta límites insospechados en poblar el
Ayuntamiento de personas de su cuerda.
A tal extremo llegó su poder de conceder empleos a dedo, que
un día, en una reunión con delegados sindicales, en el
despacho de Juan Vivas, se jactó en decir, más o
menos lo que sigue: “Mira, Juan, tú lo que tienes que hacer
es lo que yo hacía cuando era concejal, colocar a quien me
diera la gana, simple y llanamente enviando un fax a quien
correspondiera”.
Cuando las manifestaciones callejeras de los parados estaban
en pleno apogeo, alguien, tras pedirme que guardara el
conveniente silencio, me puso al tanto de la proposición que
había recibido el presidente de la Ciudad por parte del
secretario general de CCOO: “Juan, si eres capaz de
colocarme a cuarenta de los míos, yo te aseguro que a partir
de entonces ya no se manifestará nadie.
Pues bien, el hombre que más se ha significado por hacer uso
y abuso, casi diez años seguidos, de su influencia como
concejal y diputado, para colocar en el Ayuntamiento y
empresas municipales, a innumerables conocidos suyos, ha
tenido, una vez más, la cara dura de decirnos que “en
nuestra ciudad, en las empresas municipales, meten a todas
las personas que los políticos quieren meter”. Y remata sus
declaraciones con la revolera de la desvergüenza: “Las
empresas municipales son el conducto ideal para enchufar,
porque la exigencia legal de los requisitos es más laxa y
esto permite que haya un margen que ellos explotan con una
frecuencia extraordinaria, con una habilidad impropia, con
una soltura y un desparpajo que ya quisieran para otras
cosas”.
Así que el fulano que hasta hace nada gozaba queriendo ser
un trasunto de Ernesto Guevara, más conocido por Che
Guevara, y que disfrutaba actuando como reventador de actos
culturales, por ser éstos, según él, de estilo colonial, ha
denunciado, nuevamente, lo que en él ha sido –y sigue
siendo- práctica habitual.
Este tío, el Aróstegui, como lo nominan los suyos, no es que
haya perdido la memoria. Ni siquiera el oremus. Lo que sí ha
perdido, desde hace ya mucho tiempo, es la vergüenza. Pues
hay que tener poca, pero muy poca lacha, para hacer
semejantes declaraciones. Aróstegui era cachondeable cuando
se dedicaba a emular al Che Guevara; ahora, además de causar
risa, es una caricatura de sí mismo. Esperpento. Puro y
duro.
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