En este mundo nuevo, que exige una
justa globalización, acorralar la libertad es lo más
mezquino que puede cultivar una civilización. Por ello,
hemos sentido especial gozo cuando la Academia sueca premia
una hazaña literaria comprometida con la liberación del ser
humano, cuyo artífice es un cantautor de libertades, el
inimitable Mario Vargas Llosa. Ciertamente, el común de su
obra enhebra la resistencia del ciudadano ante los dioses
del poder, la lucha permanente del individuo por ser él
mismo, ante el aluvión de incertidumbres que nos encierran,
definidas por el flamante Nobel de Literatura como “una
margarita cuyos pétalos no se terminan jamás de deshojar”.
Sin duda, estamos en un momento crucial de nuestra historia
humana, de nuestra historia de vida, enfrentados a presentes
dominadores y a futuros inciertos, donde la libertad
pluralizada es prioritaria para entenderse. Vivimos en un
mundo de prisioneros que necesita predicadores de libertad
como Vargas Llosa. Todo se ha vuelto frágil, al igual que el
mismo ser humano, y todo se ha tornado inhumano, en parte
por las tremendas desigualdades que nos hemos injertado en
vena unos y otros.
El mundo, a través de sus poderes habla de crecimientos,
pero esta evolución es muy desigual en el planeta y muy
confusa, puesto que para llegar a la concordia sólo hace
falta que crezcan las pequeñas cosas, el camino de la
fraternización por ejemplo. Quizás tengamos que dar luz a
otras poéticas, en lugar de otras políticas, que como dijo
Vargas Llosa “sacan a flote lo peor del ser humano”. Se
habla de riesgos cuando hay que hablar de oportunidades. Hay
que atreverse a llegar lejos humanamente y hermanadamente,
pero cuidado con las ambiciones que devoran el sentido de la
humanidad. La codicia suele envenenar con crecidas de
traidores que arrasan el sentido humano de las cosas. La
cuestión del endeudamiento público que sufren muchos países
suelen acarrearlo precisamente modos de vida salvajes y
actitudes de poderes poco transparentes. En consecuencia,
pienso que debemos ir más allá de los aspectos monetarios y
económicos, puesto que detrás de los endeudamientos se
cultivan latentes injusticias que aplastan a seres humanos
empobrecidos y sin apenas dignidad. Realmente causa espanto
el comportamiento de algunas personas que detentan el poder,
que lejos de poner orden se mezclan entre el desorden, y
apenas hacen nada porque la corrupción o el mismo fraude
fiscal sea cero.
Es cierto que las obras de Mario Vargas Llosa, el literato
que convive con las palabras en ejemplar convivencia
democrática, fermentan por sí mismas un espíritu crítico tan
necesario como preciso en el mundo de hoy. Es la rebeldía de
un hombre sensible a tantas destrucciones humanas. Por otra
parte, rebelarse contra el mal, contra el aplanamiento del
hombre, es un primer paso para sentirse liberado de tantas
esclavitudes que nos aprisionan. Durante esta crisis, que
parece la inventaron los ricos porque los que más la padecen
son los pobres, se han perdido millones de puestos de
trabajo. Nos enfrentamos al riesgo de una generación de
brazos caídos, donde el deber de trabajar y el derecho al
trabajo, se va a convertir para muchos en una fruta siempre
verde; y por ende, sin derecho a la libertad personal, a la
libertad de residir y circular donde le plaza, y a expresar
y difundir libremente sus propios pensamientos. Sin empleo
todo se deteriora. Se malogra cualquier estabilidad social.
Un país sin empleo es un país hundido por mucho que apueste
por el crecimiento sostenible como le está sucediendo a
España.
Considero que toda la obra literaria de Vargas Llosa es útil
a esta sociedad desmembrada, que sólo se compromete a la
cooperación internacional en sueños, puesto que la realidad
es bien distinta, más cercana al bestia que al hermano.
Cuando se derrumban las columnas de la verdad y de la
libertad, también se derriba la conciencia crítica. Nuestra
sociedad ha llegado a un altiplano en el que sólo gobierna
el interés, o sea, los beneficios que pueda reportarnos para
sí cada uno de nuestros actos. Se piensa poco en los demás.
Sucede lo mismo con los diversos países del mundo, cada
Estado mira sus propios intereses, sus problemas internos, y
presta poca atención, en ocasiones ninguna, a la
colaboración mundial. Absurdo recurso. Si tenemos una crisis
global, no puede haber solución interna para un problema
planetario. El mundo tiene que constituirse en un Estado
mundial, mundializado democráticamente, capaz de pluralizar
libertades y de extender justicias e igualdades entre todos
los seres humanos. La libertad no es sólo para soñarla, es
también para vivirla. La justicia no es sólo para unos
pocos, tiene que ser para todos. La igualdad, en la misma
línea de autocrítica, hay que pasarla del derecho a los
hechos. Todo esto es un deber. Sería más fácil cumplirlo si
en verdad cotizase lo de vivir para los demás y por los
demás. Rozaríamos con la ley de la felicidad en nuestras
vidas. Mientras tanto,- como dice Mario Vargas Llosa-, “sólo
un idiota puede ser totalmente feliz”. En cualquier caso,
tenemos que hacer humanidad, y para hacerlo, es preciso
trabajar juntos. Nadie puede quedar excluido de la cuota de
poder, ni de la cuota de libertad, sería como renunciar a
nuestra cualidad de seres pensantes y a nuestra calidad de
civilizados.
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