Allá por los sesenta del siglo
pasado, tuve yo un negocio y una clienta que aprovechaba el
menor descuido para llevarse artículos por la cara. Un día
la sorprendimos hurtando y, en vista de que era señora muy
conocida y respetada en la ciudad, lo que hicimos fue
dejarla marchar sin violentarla; aunque nos pusimos en
contacto con una hija suya para ponerla al tanto de lo que
hacía su madre.
La hija, que era tanto o más encantadora que la madre, con
la ventaja de que no mostraba inclinación por apoderarse de
lo ajeno, lo primero que nos dijo es que su madre era
cleptómana. O sea, persona que tenía inclinación morbosa a
hurtar. Los cleptómanos, según los expertos en la materia,
si no toman soluciones, pueden traspasar la barrera de la
cleptomanía y convertirse en ladrones.
La hija de aquella señora, tan conocida y respetada en la
ciudad en la cual yo vivía, entonces, nos hizo la siguiente
proposición:
-Dejad a mi madre que se lleve cuanto desee; es decir, hacer
la vista gorda mientras ella va cogiendo los artículos que
le apetecen y, en cuanto llegue a casa, tomaré la siguiente
decisión: O bien os devuelvo inmediatamente lo que crea que
no le hace falta o, inmediatamente, paso por vuestro
establecimiento a pagaros el importe de lo que haya birlado
mi madre.
A partir de ese momento la señora tuvo ya, sin saberlo,
licencia para llevarse hasta el objeto más insignificante
del establecimiento. Eso sí, por más que las empleadas del
comercio estuvieran mirando de reojo las acciones de la
señora cleptómana, siempre teníamos que fiarnos de lo que
nos dijera la hija.
Yo no sé si aquella señora consiguió curarse de su
cleptomanía. A mí me parece que no. Ya que pude enterarme,
años más tarde, de que en otros establecimientos, con
propietarios menos condescendientes que nosotros, al ser
sorprendida por éstos con las manos en la masa, la
humillaron hasta extremos insospechados. Y me sentí
culpable.
Sí; me sentí culpable por haber aceptado la propuesta de la
hija de la señora que tenía inclinación morbosa a robar. Una
especie de paño caliente que sólo aliviaba la situación. Y
que me confortaba cual hacedor de una gran acción. Craso
error. Cuando lo más atinado hubiese sido, dado que gozaban
de medios económicos, poner a la señora en tratamiento.
Paños calientes de esa laya no hacen más que empeorar la
situación del cleptómano –o cleptómana-, cuyo final es casi
siempre el mismo: traspasar la frontera de la cleptomanía
para convertirse en ladrón profesional.
En situaciones así, lo más conveniente es coger al toro por
los cuernos –es mi opinión, tan libre y tan expuesta a
equivocarme-. Quiero decir que al cleptómano, sea
comerciante, sea empleado de la banca, periodista, maestro
de obras, funcionario, político con cargo, o el sursum
corda, hay que hacerle ver la enfermedad que padece. Y que
le conviene ponerse en tratamiento.
Pues el cleptómano, un suponer, empieza mangando doscientos
mil euros, que, a fin de cuentas, son nada y menos. Vamos,
una ridiculez de dinero. Calderilla. Con lo cual ni presumir
puede de haber cometido un desfalco de aquí te espero. Y
acaba pensando en cómo es posible llevarse la Giralda de
Sevilla a las dos de la tarde de un verano cualquiera.
Reconocer la enfermedad debe ser el primer paso para que la
cosa no vaya a más.
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