Mi padre tenía ojos diminutos y verdes, es cuanto puedo
decir de su físico. Todos los que lo conocían veían su
cuerpo grueso, sus manos amplias, pero yo sólo recuerdo sus
ojos. En sus ojos yo rescataba al niño que él fue allá por
la Ceuta de los años 50, si observaba su mirada y las
arruguitas que le nacían alrededor de los párpados, sólo
encontraba al niño. Últimamente la enfermedad le confirió
aún más esa aura infantil.
Ayer falleció. En el tanatorio fue un nombre en la página de
decesos. Para mí no podía constituir una línea en un papel.
Yo lo conocí, le observé día a día mientras iba creciendo, y
descubrí, no sé si tarde, a un buen hombre.
Siempre que echo la vista atrás recuerdo a mi padre
organizando algún sarao. Fue presidente de la asociación de
vecinos de mi barrio, el Príncipe Felipe, árbitro de 2ª B,
estuvo en la Federación Provincial de Asociaciones de
Vecinos, montó verbenas, campeonatos de petanca, contrató
autobuses para llevar a los críos del barrio a la mochila,
fue también una sonrisa cálida en la entrada al Parque
Marítimo durante algunos años....
Y siempre que recurro a mi memoria atrás le recuerdo
haciendo felicies a los niños de los demás. En mi casa
criamos a cuatro. Cristian, Josemi, Gemita, Juanma, luego a
su nieto, mi hijo Javi. Tuvo, como todos, sus virtudes y sus
defectos, pero nunca le faltó una mano amiga para los demás,
una sonrisa a tiempo. Yo sé que hoy muchos en Ceuta le
recordarán, aunque sea un instante, y encontraran un momento
dulce, unas risas en la asociación de vecinos, un juego, un
saludo los domingos por la mañana al entrar al Parque.
Pero sobre todo le echaré de menos yo. Para mí siempre fue
un castillo, una fortaleza para refugiarme. Hace algunos
años que vivo fuera de Ceuta, he luchado, imagino que como
todos, para salir adelante, y siempre que me iban las cosas
mal, me daba la vuelta y me venía para mi tierra porque aquí
poseía el refugio seguro de mi padre. Hoy lo he perdido.
Sé que estará siempre acompañándome, pero será duro no
encontrármelo al venir de Madrid para la feria de Agosto.
Aún enfermo siempre nos pedía que le lleváramos al recinto
ferial. Él se sentía orgulloso de pasear con su familia por
la feria saludando a todos aquellos con los que se
encontraba, porque, eso sí, todos le conocían, todos tenían
siempre una palabra para él.
Realmente no sé cómo lo hacía. Quizá fue sus cambios de
trabajo, pasó por la cafetería La Caballa de Oro, en las
Puertas del Campo, vendió pasteles por las tiendas, trabajó
en la construcción, fue camarero en lugares que nunca
conocí: la verdad es que le venía como un guante trabajar de
cara al público, pues había nacido para ello. Y seguro que
me creerán si han frecuentado el Parque Marítimo del
Mediterráneo.
Durante los últimos años de su vida laboral fue conserje,
utillero y lo que fuese menester en el parque de las
kilométricas piscinas de Cesar Manrique. Allí acabó de
fraguar su popularidad. Todo el mundo le conocía por la
calle, todos le saludaban, tal vez por eso de que era amable
con todos, tal vez porque siempre ofrecía su ayuda sin
preguntar.
Los políticos, los escritores, los actores, los cantantes,
los presidentes, acaban por vivir siempre en nuestra memoria
colectiva. Los vemos una y otra vez en documentales, en
películas, los leemos en libros. Son inmortales.
Mi padre, como tantos otros padres, sólo fue un buen hombre.
Vivirá mientras sus hijos y sus nietos le recuerden, no más
allá. No habrá monumentos, no habrá libros ni películas
sobre su vida, pero tampoco lo necesita. Él, como tantos
buenos hombres y mujeres que ya fallecieron, es inmortal en
cada uno de los buenos hombres y mujeres que nacerán y
vivirán en adelante.
Cada vez que alguien realice una buena acción sin pedir nada
a cambio, cada vez que alguien pierda su tiempo en una
asociación para hacer algo por los demás, ya sea una
asociación de vecinos o para colaborar con enfermos de
cualquier índole, cada vez que alguien, desde su ventanilla
de funcionario, nos dedique una sonrisa y una palabra, pese
a no ser su obligación, mi padre vivirá, y con él tantos
otros que una vez murieron siendo, nada más y nada menos,
unas buenas personas.
Gracias Papá. Te veré en el cielo.
Ezequiel J. Teodoro Fernández
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