No había teléfonos móviles, ni
chats para ligar, sólo teníamos papel y un corazón de poeta
para escribir cartas de amor inolvidables, que luego
llevarían en volandas aquellos honoríficos carteros, por la
geografía más recóndita, hasta llegar al corazón de la amada
o del amigo. Aquellos repartidores de sueños eran auténticos
mensajeros, vocacionales de andanzas y dueños de mil
historias inconfesables e irrepetibles, no en vano todo el
pueblo iba a su encuentro con santa devoción, respondiendo
siempre con la mejor de sus sonrisas. No importaba la carga
de trabajo, el esfuerzo ante las duras inclemencias del
tiempo, el cartero siempre llegaba a todos los destinos,
puntual a la cita. Es cierto que en esta era de Internet,
los servicios postales en todo el mundo siguen facilitando
la comunicación personal y los intercambios comerciales, a
mi juicio más lo segundo que lo primero, pero reconocerán
conmnigo que al correo postal apenas llegan cartas de puño y
letra como se decía. ¡Qué gran valor aquellas misivas!
Yo mismo recordaré por siempre a mí cartero, aquel que lo
fue en los años en que me inicié en la columna periodística,
justo en plena adolescencia, cuando en la cuenca minera de
Laciana (León) todo se movía alrededor del carbón y todo se
conmovía con Santa Bárbara bendita. Quien suscribe ya
recibía multitud de periódicos de acá y de allá, o sea, de
la patria y de la madre patria, multitud de esbozos
literarios y epístolas de seres inquietos, fruto de la
autenticidad del alma. Sólo el cartero, asombrado de tantos
envíos, entendía mis afanes y desvelos. Por contra, todos
mis amigos, unos y otros se decían: ¿Cómo se puede invertir
tanto tiempo y tanto dinero en sellos por algo que no da
dinero? Me consta que al cartero le molestaba sobremanera
esta actitud de mis camaradas, quizás porque su minusvalía
le hizo ser fuerte y reflexionar sobre lo divino y lo
humano; en realidad era un filósofo andante que había
cosechado por su innata lucidez, ganarse la cátedra de la
vida.
Diré que él siempre llegaba, montado en un rocín castaño,
hubiese una gran nevada o lloviese a cántaros, para
dirigirse a mi lugar de soledades y silencios. No fallaba ni
un solo día. Paraba la bestia, también el reloj, y se ponía
a cantarme los envíos y a contarme historias suyas para que
las escribiese. Este es el periódico Fiesta Brava de México,
este Antorcha de Uruguay, este Aquiana de Ponferrada, este
la Religión de Venezuela, este la Hora Leonesa... , estos
sobres deben ser de libros, estas cartas parecen oficiales,
estas otras... ¿serán de amigas?... Y oye... toma nota, para
que lo escribas: ves aquella montaña, allí estuvo mi abuelo
escondido para que no lo mataran ¡ay, las guerras!... La
despedida, casi siempre era la misma, te voy a proponer que
te nombren cartero honorario, para callar a estas gentes que
piensan no tiene valor lo que haces, y así podrás enviar
toda la correspondencia sin tener que franquearla, como ya
lo hace Camilo José Cela. Mi respuesta, era también
coincidente: que yo no soy académico, ni he escrito nada
para prestigiar esta Entidad. A lo que respondía: todo
llegará, persiste y adelante. Hasta mañana.... Y así un día,
y otro día, hasta que uno se va haciendo mayor, y recuerda a
ese cartero, montado en aquel Rocinante de porte filosófico
y cascos de piedra, que hoy ya no vive, pero que él si fue
el prestigio de Correos, por su tesón, valor y valentía, de
servir a la sociedad de manera comprensiva y humana como
pocos.
Este testimonio viene a cuento de la onomástica. El día 9 de
octubre de 1874 fue fundada la Unión Postal Universal (UPU),
y desde entonces se ha fijado este día como el día mundial
del correo, en el que conviene recordar la valía que
desempeña el Correo y que ha desempeñado en la vida
cotidiana de millones de personas, no sólo como un medio de
unión, de intercambio, sino también como crecimiento
económico. Asimismo, gracias a Correos (con mayúsculas) el
género epistolar ha tomado fuerza literaria, es también
Literatura (con mayúsculas). La correspondencia entre
importantes autores ha proporcionado no sólo placer, sino
momentos de erudición fundamentales. Las cartas pueden
revelar así una época, un modo de vida, un manera de ser,
una cultura. Y todo ello, puede dar lugar a conclusiones, a
comentarios sociológicos, históricos, contextuales. Seriamos
ingratos, pues, si no reconociéramos el fruto de la utilidad
del correo postal.
Ciertamente, con el paso del tiempo nos hemos quedado sin
las cartas de amor y sin aquellos honoríficos carteros, que
lo daban todo por encontrar a su destinatario. Los e-mails
han sustituido aquellas correspondencias esperadas, la
digitalización también está alcanzando los libros, los
periódicos ya se leen en digital. Adiós a la amistad presa e
impresa en un papel, que te saciaba el alma. Adiós al olor
de las páginas de un libro, a ese diálogo incesante con la
palabra, que se puede tocar y que el alma contesta. Adiós al
viejo periódico, que también llegaba al buzón de correos
hablándote al alma. Adiós a tantas libertades escritas sobre
el papel que no se pone colorado. Mientras las
administraciones postales de muchos países utilizarán la
festividad del 9 de octubre para presentar o promover nuevos
productos y servicios postales, servidor, si me lo permite
el lector, va a requerir cuando menos una reflexión.
Déjenme, pues, reivindicar, aunque sólo sea por el respeto
al día mundial del correo, la vuelta y revuelta al recibo de
las cartas confidenciales. Hoy, por desgracia, los buzones
se llenan de fría publicidad, de cartas de bancos, y de
montones de soledades. No reciben ni una carta de amor, ni
de amistad, que en realidad eran todo un ramo de literatura,
un instrumento de comunicación humana. Correos, desde luego,
estará ligado sobre todo lo demás a las epístolas, a esas
cartas desbordantes de sentimientos humanos que nunca
debieron perderse.
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