Hay una muchacha que lleva ya
mucho tiempo poniéndome como chupa de dómine y cual no
quieran dueñas. Entre lo que sé y lo que me cuentan, he
llegado a la siguiente conclusión: la fobia de esta chica
contra mí está tomando dimensiones grotescas. Y, por ende,
pienso que la pobre muchacha puede acabar con los nervios
desquiciados. Si no lo está ya.
La pobre muchacha -que cada día que pasa va encontrando
menos sitio en su body para poder ir almacenando su aversión
que no cesa hacia mí-, cuando tiene noticias de que algo me
ha favorecido o de que alguien se ha permitido recordarme
para bien, pierde los papeles y se pone hecha una furia
desatada. Por menos, he conocido yo a personas que han sido
inmovilizadas por una camisa adecuada a semejante y doloroso
trance.
Se van a quedar ustedes con las ganas de que yo escriba el
nombre de la pobre muchacha que se desmadra por el mero
hecho de verme, de oír hablar a alguien bien de mí, o
leerme. Se pone frenética. Es presa de la ira. Y cae en un
estado de excitación que la pone al borde de un repique.
Pobre muchacha: tan joven, tan llena de vida, tan
apetecible, y tan dicharachera, cuando no se acuerda de mi
existencia.
El hecho de que yo me abstenga de mencionar el nombre de la
pobre muchacha, coloreado además en negrita, es para que no
adquiera la notoriedad que ella anda buscando a costa de
ponerme verde a cada paso. Pobre muchacha: tan joven, tan
llena de vida, tan apetecible, y tan dicharachera, cuando no
se acuerda de mi existencia y, sin embargo, no para de
vomitar mierda contra mí para, posiblemente, olvidar sus
obsesiones.
Uno, que por edad podría ser padre de la pobre muchacha,
aunque nunca llegaría a estar en posesión de la inteligencia
que tenía el suyo biológico –que en paz descanse-, no
entiende qué razones la obligan a perder el tiempo conmigo.
A vivir pendiente de mis pasos. A estar preñada de iracundia
continua a fin de desprenderse de ella a mi costa. La cual
le está empozoñando el alma y le está marchitando su buen
ver.
A mí me gustaría preguntarle, a la pobre muchacha, cuando se
encartara, pues tampoco me corre prisa hacerlo, si, alguna
vez, ha estado tentada de probar algún remedio casero para
combatir ese grande mal que la predispone a estar siempre al
acecho de mis andanzas con el único objetivo de indisponer
todos sus demonios contra mí.
Y, cuando hablo de remedio casero, no crean que me estoy
refiriendo a la infusión de tila o a la socorrida y añeja
cucharadita de agua de azahar, no. Porque sé que ninguna le
arreglará a la pobre muchacha el problema que yo le causo.
Que, por lo que veo, no es baladí, sino que va adquiriendo
dimensiones dignas de estudio. Pero, al menos, la tila y el
agua de azahar podrían sosegar un poco a la pobre muchacha.
Calmarla, serenarla, tranquilizarla a lo largo y a lo ancho.
En suma, devolverle la cordura que perdió en su día y que no
ha vuelto a recuperar. Y así, olvidándome a mí un poco,
podría la pobre muchacha volver a sentirse bien. Y, de paso,
complacer a su compañero -o compañera- que debe de estar
hasta el gorro de que la pobre muchacha no tenga los cinco
sentidos puestos donde ha de tenerlos. A mejorarse, pues,
pobre muchacha.
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