La cena entre varios matrimonios
conocidos transcurría entre bromas y veras. La fiesta era de
dulce y la temperatura invitaba a mirar, de cuando en
cuando, hacia arriba para recrearse en el cielo de un otoño
que tenía todas las trazas de estar inmerso en el llamado
Veranillo de San Miguel, o bien Veranillo del Membrillo o de
los Arcángeles, que dicen por otros pagos.
Los primeros vinos comenzaron a dar de sí, en la mejor
versión del hecho, y los comensales principiaron a conversar
sacando a relucir lo mejor del repertorio de cada cual. Eso
sí, en la mesa reinaba una especie de acuerdo tácito por el
cual se eludía despellejar a nadie. Magnífica postura que
pocas veces encuentra acogida en reuniones donde lo habitual
es poner a alguien como chupa de dómine. Aunque entre los
contertulios se permitió, faltaría más, llevarse la
contraria y hasta recordarse los defectos de cada uno. De no
haber sido así, la charla hubiera carecido de interés.
Entre esos conocidos, uno que ha ganado buena fama de
acaparador de la opinión, estuvo sometido a un marcaje
estrecho por parte de otro de los participantes que tampoco
le va a la zaga. Una situación que me vino de perilla. Pues
me permitió comer más y hablar menos y, sobre todo, repartir
miradas a voleo por el magnífico escenario donde nos
hallábamos.
Salieron a relucir cuestiones políticas. No sé si fue antes,
durante la cena o en la sobremesa; aunque el orden no altera
el producto. Y alguien comentó que lo primordial de un
político es la honestidad. Dado mi silencio, se me pidió que
dijera algo al respecto. Y accedí:
-Antes de un político se decía que era honrado cuando
procedía rectamente, con hombría de bien e integridad. Ahora
se le llama honesto a lo que antes era decoroso, recatado,
pudoroso. Yo sigo prefiriendo el vocablo honrado. Por más
que el diccionario acepte la palabra honesto para designar a
las personas que no se apropian de los dineros ajenos.
Se habló de las oposiciones. De las dificultades que
entrañan. Y otro de los comensales, sin cortarse lo más
mínimo, se expresó así:
-Antes, las oposiciones eran instrumentos de tortura
acompañados de cabronadas. Hoy casi no existen: se suele
entrar a dedo en los sitios.
-Dedo. Persona con influencia que te coloca, generalmente en
tu población, sin que tengas que dejar tu casa e irte a los
Chirlos mirlos.
Al citar de memoria la definición de dedo, que viene en el
‘Diccionario del español eurogilipuertas’, cuyo autor es
Luis Díez Jiménez, me sentí tan satisfecho que di al
traste con el pacto sobreentendido, mencionado en el segundo
párrafo, acerca de que nos estaba prohibido hablar mal de
nadie en concreto. Pero reconozco que no pude aguantarme y
puse el siguiente ejemplo:
Juan Luis Aróstegui (político, sindicalista,
profesor, director de instituto, jugador consagrado (!) de
fútbol sala, socio de honor del ‘Club Natación Caballa’ –de
gañote- y no sé cuántas cosa más) es quien más ha usado su
dedo en esta ciudad con la autoridad suficiente como para
poder darse pote de haber colocado a la mitad de la
plantilla que hay trabajando en el Ayuntamiento.
Un clientelismo por el cual habría suspirado, sin duda
alguna, el mismísimo conde de Romanones. Los
compañeros de mesa, debo decirlo, no me dijeron ni pío.
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