El brazo armado del franquismo. Así calificaban a la Guardia
Civil los pijos progres y los progres pijos de la izquierda
de la tardodictadura. Torturadores. Lo más bonito que le
decían entonces, era lo de practicar la tortura como el que
amasa harina. Fuera con ellos. El Cuerpo no es benemérito.
Ni siquiera mérito.
Felipe González, en sus años lozanos de político sevillano
que se come a los capitalistas, quiso desterrar a la Guardia
Civil del escenario político de la Transición. Semejante
colectivo está manchado de sangre. No cabe en una
democracia. Decía. Son las palabras del utópico fruto de un
embarazo ectópico. Hablan sin saber y ese saber se disimula
cuando, al menos, callan. Felipe rectificó una vez. A
tiempo.
Algo parecido le sucedió cuando declaró, urbi et orbi, que
de entrar en la OTAN, nada. Más tarde, conocedor de lo que
la actividad política era, volvió a entrar por el arco de la
realidad. Entonces, pudo decir: de salir de la NATO,
tampoco. España se quedó con la Alianza del Atlántico Norte.
Más vale tarde que nunca.
La Guardia Civil se convirtió en bastión de la democracia.
Hermoso ejemplo de respeto a la legalidad, de integración en
el nuevo régimen y, especialmente, de altísimo sentido de la
profesionalidad. La Guardia Civil no sólo fue/es un servicio
público productivo, sino tan competitivo que, de conducirse
por este cauce la economía española, otro gallo nos
cantaría. En cuyo caso, el desempleo estaría
capitidisminuido y los índices de endeudamiento, próximos a
la inexistencia.
Todos los Gobiernos democráticos han coincidido -rara avis-
en alabar las virtudes del Cuerpo por excelencia. Todos.
Incluso el de Zapatero. Sin embargo, cuando el engaño
embarga la credibilidad de los politicos, las promesas se
incumplen hasta extremos vejatorios.
Los compromisos que el PSOE adquirió para con la Benemérita,
constituyen una manifestación cruel de cómo no se debe
actuar en la función pública ni en la actividad privada. Es
la consagración de la mentira. El epicentro del sismo
dañino.
La importancia de la Guardia Civil en España se mide, hoy,
en términos de aquiescencia popular. El pueblo reclama la
presencia, hasta en las aldeas más tranquilas, del Puesto.
Con una pareja de tricornios se conforman. Su presencia
genera seguridad y proporciona aire de libertad. Dos
virtudes, a veces contrapuestas, que se aúnan en el mismo
grupo.
Tanto valor y, en cambio, cuánto desvalor. Abuso de
confianza. El mundo al revés. Se premia al malo y se castiga
al bueno. En este aserto se resume la filosofía de Zapakozy.
Arriba trepan los advenedizos que se pliegan a las órdenes
del Partido. Abajo se despeñan quienes, dando muestras de
competencia, se mantienen fieles al Estado, que, en
definitiva, es la ciudadanía.
Malviven con salarios zarrapastrosos. Habitan viviendas
cuartelarias no pocas veces insalubres y tercermundistas.
Trabajan sin cesar en misiones de especial dificultad. Se
posicionan como referencias morales en los campos, en las
carreteras, en las fronteras o en las redes sociales. A
cambio, reciben patadas en el alma. Ellos, los guardias
civiles, son tratados como semoviente vulgar y como mano de
obra barata. A ellos. A los mejores, patadas. Habráse visto.
Hago mías las reivindicaciones del Cuerpo de la Guardia
Civil. Mi abuelo lo fue. Vivió, durante años, como un
ermitaño. Pateando campos. Murió sumido en la pobreza. Como
todos los guardias civiles. Cuarenta años después, exijo que
sus compañeros dispongan de ingresos y recursos suficientes
para seguir siendo pobres, pero no esclavos. Va por ustedes.
Mi admiración. Mi apoyo.
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