Impacientes ante la llegada de la novia, precipitando el
último humo de los cigarrillos y cuidando que las sedas no
se enredaran con la brisa marinera, los más de 300 invitados
al enlace matrimonial de Inmaculada y Fabio se agolpaban a
las puertas del templo de Nuestra Señora de África, minutos
antes de que las agujas del reloj marcasen las nueve de la
noche.
Una alfombra de terciopelo rojizo, adornada con delicadas
flores blancas, hacían de pasarela al altar. Los primeros en
cruzarla, el futuro esposo, con cierta timidez para cubrir
los nervios; y la madrina, con el tocado azulina que abría
paso a un elegante traje de noche en el que las finas capas
besaban el suelo. Sólo transcurrieron diez minutos hasta la
llegada de la novia, aunque para el novio se traducirían en
el más largo infinito en ese camino al altar.
Despampanante y con una sonrisa conmovedora, la novia se
deslizaba por el terciopelo con el brazo entrelazado al
padrino. Un distinguido caballero conjuntado en negro con un
gris perla sobre la corbata anudada al cuello. Sonaban las
primeras melodías del clarinete, la viola y el violín, y la
orquesta Septácora inauguraba la ceremonia nupcial con las
últimas teclas del piano.
Un cruce de miradas bastaba para saber que los futuros
esposos prometerían un amor eterno, que luego sería
bendecido con las gratas palabras del sacerdote: “lo que
Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. Mientras las
primeras lecturas eran acompañadas por ‘La Coral de la
Cantata’ de Bach, las pequeñas damiselas comenzaban a cobrar
especial protagonismo; risas inocentes que despertaban la
atención de los invitados, también anonadados por los
encantadores vestidos del mismo tono crudo que las flores
del tocado, del que caían los tirabuzones.
“El amor verdadero no es otra cosa que mirar las dos
personas en una misma dirección”, clamaba el religioso,
dando paso a las promesas y votos que debían hacer ante Dios
y los testigos, la pareja de novios. Y tras compartir las
arras, la abundancia de los bienes que serían comunes a los
dos, Gounaut se hacía eco en la capilla con el ‘Ave María’.
Instantes más tarde, el amor verdadero y eterno quedaba
sellado con un beso celestial después del “sí quiero”, donde
la complicidad de la pareja quedó plasmada en una mirada.
Padrinos, testigos y ya los esposos, firmaban el escrito
para la posteridad. Mientras tanto, los invitados
abandonaban el templo para tocar los delicados pétalos que
luego bañarían de felicidad a los enamorados. Fieles,
cómplices, amigos y compañeros. Dos personas que se miraron,
alzaron la vista hacia un mismo horizonte y prometieron ser
el uno para el otro desde el principio, y hasta el fin.
Bajo el manto de las estrellas y el guiño de la luna, el
templo de Nuestra Señora de África quedaba cerrado con el
sello del matrimonio y el aroma a rosas. Luego, los salones
del Parador La Muralla serían el escenario propicio para la
celebración, atractiva a la par de sugerente, con exquisitos
sabores que atraerían a los más delicados paladares.
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