El señor don Ignacio Sotelo en un artículo de opinión
publicado en este periódico el pasado 14 de septiembre bajo
el título Recomponer las relaciones con Marruecos, abogaba
por iniciar un proceso de diálogo con Rabat con el fin de
entregar Ceuta y Melilla al reino alauí. Dos eran sus
argumentos principales para sostener esta postura: las dos
ciudades autónomas son elementos de fricción en las
relaciones de España con nuestro vecino del sur y, además,
decía, nos cuestan dinero. Defendía, por tanto, el señor
Sotelo una visión práctica de las relaciones internacionales
e introducía una especie de teoría mercantilista de la
territorialidad, invitándonos a tomar en consideración
“únicamente los intereses de ambos países en el momento
actual”.
Pero no creo que la historia y el derecho puedan obviarse a
la hora de abordar una cuestión referente a la
territorialidad o la soberanía, y mucho menos resolver un
asunto de esta naturaleza arrojándonos en brazos de una
visión práctico-mercantilista, a la que de paso confiamos la
suerte de las relaciones entre España y Marruecos.
Simplemente, y permítanme el símil, porque un padre no echa
a su hijo de casa porque ponga en riesgo su tranquilidad o
porque le dé más de lo que recibe de su parte. Y sí,
efectivamente, del mismo modo que la sangre y los
sentimientos hacen que ni tan siquiera un padre se planteé
echar a su hijo de casa, la historia y el derecho son
argumentos suficientes para justificar la soberanía de un
territorio.
Las reclamaciones soberanistas no deben obtener, por tanto,
carta de naturaleza por el mero hecho de que una de las
partes las utilice como motivo de división. Ni las fronteras
las marcan los violentos, ni los derechos de los ciudadanos
vienen condicionados por la diferencia entre ingresos y
gastos. O dicho de otro modo, acabar con las divisiones no
nos puede llevar a enterrar el legado histórico, ni la
Constitución Española, ni los derechos de los más de 150.000
españoles de Ceuta y Melilla.
Ceuta es una ciudad española porque así lo dice la historia,
que, además, es compartida con el resto de España desde el
mismo nacimiento del hecho hispánico, porque siempre lo ha
sido, porque lo era mucho antes de que ningún reino o
entidad territorial se constituyera en el norte de África,
porque lo eligieron así los ceutíes por voto popular en 1640
(tras la dominación portuguesa iniciada en 1415). Ceuta es
española porque así lo dice la Constitución y, discúlpeme
señor Sotelo, porque así lo quieren los ceutíes sin
distinción de raza, credo u origen étnico, y así lo gritaron
masivamente en las calles el 5 de noviembre de 2007 con
motivo de la visita de sus majestades los Reyes.
Soy consciente de que hay quienes pueden abordar esta
cuestión desde la óptica que el diario EL PAÍS definió hace
unos años en un editorial como “el efecto psicológico del
mapa”, pero a quienes puedan tener esta visión les animo a
despojarse de ella profundizando en la historia. Pero soy
igualmente consciente de que la inmensa mayoría de los
ciudadanos y de los partidos políticos que conforman el arco
parlamentario comparten mi visión y defienden la integridad
territorial de la Nación española y por tanto la
irrenunciable españolidad de Ceuta y de Melilla.
No comparto en absoluto que Ceuta y Melilla sean un
problema. Ambas ciudades aportan al conjunto de España su
rica diversidad cultural, su manera de afrontar el reto de
la convivencia y su capacidad para el encuentro, para
fomentar las buenas relaciones con el entorno y en
particular con el vecino Marruecos.
La historia y el derecho no pueden ser obstáculos para el
entendimiento. Es mucho más lo que nos une que lo que nos
separa, y me niego a pensar que asuntos que interesan a
España y a Marruecos como son el control de la inmigración
ilegal o la lucha contra el terrorismo, o incluso el
incremento de la ya notable presencia española en el país
vecino a través de las iniciativas como la creación de
universidades politécnicas o cualquier otra de similar
índole, tal y como señalaba el señor Sotelo, dependan de la
bandera que ondeé en las dos ciudades españolas en el norte
de África. Y mucho menos cuando Marruecos es un Estado
asociado a la Europa comunitaria de la que formamos parte.
Ceuta, que es orgullosamente España en África, desde luego,
desea y defiende -e incluso contribuye en la medida de sus
posibilidades- unas buenas relaciones entre España y
Marruecos, que considera, deben estar basadas en la sincera
colaboración y en el respeto mutuo, y que deben servir para
el progreso de ambos países. Ese es el camino que debemos
seguir. Ese debe ser el futuro. Y así lo exigen nuestros
pueblos.
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