El día 19 de septiembre del
corriente año, se me ocurrió escribir que Ceuta estaba tan
bonita que no se podía aguantar. Y lo hice sin atender a
quienes me habían aseverado que todo era fachada. Y me
alertaban de cómo pasear por el centro de la ciudad se había
convertido en un ejercicio de alto riesgo. Un riesgo al que
yo, ingenuamente, creía que sólo estábamos expuestos los
vecinos de las barriadas.
En la mía, por ejemplo, es decir, en la Avenida del Ejército
Español, he visto en varias ocasiones perder el equilibrio a
personas que se deslizaban a pie desnudo y se pegaban la
costalada por culpa de un pavimento que tiene todas las
trazas de ser una pista de hielo permanente. En tres
ocasiones, y desde mi terraza, he sido testigo de cómo
personas mayores eran víctimas de un empedrado resbaladizo y
se fracturaban la cadera en un santiamén.
La tragedia de ese momento es tan cruda como difícil de
relatar y, desde luego, de olvidar. Ver a alguien tratando
de asirse al aire y yéndose contra el suelo es tan
desagradable como darse cuenta de que estamos a merced de un
imprevisto capaz de hacernos perder la vida. O dejarnos
cautivos de un vivir al que renunciamos. La última vez que
me tocó ver a un hombre deslizándose sobre la acera, la
tengo grabada en la memoria: el hombre falleció al mes. Por
causa, posiblemente, del tremendo choque de su cabeza contra
un poyete de mampostería.
Pues bien, a pesar de cuanto he dicho, y a pesar de que me
han venido poniendo al tanto de que Ceuta es la ciudad donde
más personas se caen por sus calles y más fracturas se
producen por mor de unas losetas que parecen destinadas a
causar dolor y miedo entre los transeúntes, a mí se me
ocurrió escribir el día 19 de septiembre del corriente año,
que Ceuta estaba tan bonita que no se podía aguantar.
Y ahora estoy acordándome de todos mis antepasados. Y hasta
poniendo en duda mi sentido común. En una palabra: siento
vergüenza por haber elogiado la belleza de una ciudad que
tiene en el suelo una especie de corredor de la muerte. Y se
hace necesario saber a paso de legionario quién ha sido el
técnico del Ayuntamiento que ha convertido el suelo de Ceuta
en una trampa mortal. Trampa que está ocasionando accidentes
que desgracian la vida de personas que pierden la
verticalidad en un amén. Y se van al suelo, créanme, estando
las losetas secas, y qué decir cuando caen dos gotas y las
losetas se convierten en una pista de patinaje.
El lunes pasado, a esa hora vaga de mediodía, cuando venía
yo paseando desde la plaza de los Reyes hacia la de África,
con todas las precauciones habidas y por haber, porque
notaba que el suelo estaba ávido de cobrarse una víctima,
perdí la compostura y di con todos mi huesos en el suelo, a
la altura del conocido como edificio de Trujillo.
Fue un resbalón espectacular y me pegué un jardazo tremendo.
De los que salir ileso obligan a creer en Dios para siempre.
Cierto es que supe caer y levantarme como hacen los toreros
valientes cuando son volteados por el morlaco de turno: sin
mirarme la taleguilla. Lo cual no fue obstáculo para que me
acordara, y no para bien, de los que tenía que acordarme.
El accidente no es razón que autorice a desterrar los
riesgos de la vida, pero el accidente no debe producirse
cuando pudo evitarse.
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