Durante mis vacaciones agosteñas,
tan bien disfrutadas en el Hotel Parador La Muralla -no me
canso de decirlo-, dejé de frecuentar a personas con las que
llevaba compartiendo tertulias desde hacía varios años.
Cierto es que durante dos o tres días eché de menos a los
componentes de la reunión. Pero, pasado ese tiempo, casi
imperceptible, comprendí lo conveniente que resulta alejarse
de vez en cuando del lugar habitual de reunión y de sus
componentes. So pena de caer en las “rutinarias costumbres”.
De las que Luis Romero, escritor, llamaba siniestras
y macabras.
Y a fe que LR llevaba razón. Pues conversar todos los días
con las mismas personas y debatir con ellas cuanto acontece
en una ciudad en la que todos, en mayor o menor medida,
tenemos intereses creados, además de aburrido es también muy
peligroso. Sobre todo para quienes nos empeñamos en seguir
subidos en el carro de la libertad aunque asidos al final
del mismo y con el consiguiente riesgo.
He dicho muchas veces que en las ciudades pequeñas hay que
andarse con mucho tiento a la hora de expresar cualquier
opinión relacionada con los que están gustosamente en el
machito del poder político. Y mucho menos, sin duda alguna,
referir alguna mala acción, incluso probada, cometida otrora
por cualquiera de ellos.
Yo entiendo que el miedo es libre. Y que hay criaturas que
han de mantenerse en sus puestos de trabajo más por irse de
la lengua que por el rendimiento que ofrecen en el tajo. Si
bien les convendría saber que el final de un cobarde es
siempre antihigiénico: siempre hay alguien que termina
ciscándose en él.
Pues bien, a mí los cobardes, es decir, los que están
deseando que uno afee la conducta de cualquier político con
mando para presentarse en el despacho del tipo elegido como
escuchante y encargado de trasmitirle la denuncia al jefe,
con la correspondiente tergiversación dañina, me producen
náuseas.
Días atrás, en larga charla mantenida con una persona
influyente en la ciudad, salió a relucir el tema de los
varios chivatos que están a las órdenes de un personaje que
basa su trabajo en recibir información en su despacho de
lenguas viperinas para poder él apuntarse tantos ante su
superior. Eso sí, la persona influyente no tuvo el menor
reparo en decirme lo siguiente:
-El jefe, casi siempre, tras analizar lo que le ha dicho el
oyente de los chivatos, sabe que el fulano sólo le sirve
para tan desagradable menester. Y te puedo asegurar que en
tales momentos siente un asco infinito hacia el individuo.
-Entonces, por qué no deja de prestarle la atención que le
dispensa. –le pregunté.
-Porque en esta vida el poder requiere de individuos así.
Son necesarios, aunque a ti te parezca mentira. Pues sirven,
en todo momento, para desempeñar tareas de baja estofa. Ya
que no tienen el menor escrúpulo en alimentar la cizaña para
beneficio propio. Sin preocuparse lo más mínimo por el daño
que puedan causar.
-Sigo sin entenderte....
-Ay, Manolo, estás tratando de sonsacarme para que yo
te cuente el grueso de la cuestión. Y te juro que lo haría
con sumo gusto. Pero ni puedo ni debo. A pesar de todo, te
diré dos cosas: Una, de ti se tiene la mejor impresión;
otra, procura no alimentar a quienes viven del soplo por
sistema.
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