Me temo que a los mismos a los que les saca de quicio el
nacionalismo catalán o vasco, incluso tal vez a algunos de
los que denuncian el nacionalismo como la estupidez que más
males ha causado en el siglo XX, les pueda irritar una
disquisición sobre Ceuta y Melilla que no considere eterna
la pertenencia a España. Son plazas de soberanía española y
sería un crimen de lesa patria poner en duda la integridad
territorial de la nación. No somos pocos, sin embargo, los
que pensamos que el verdadero crimen lo cometen los
fanatismos de todo tipo que bloquean la reflexión que ponga
en tela de juicio dogmas sagrados.
Lo racional sería negociar una solución satisfactoria para
todos al tema de Ceuta y Melilla
El interés de España es el desarrollo social y económico de
Marruecos
Melilla está bajo dominación española desde 1497 y Ceuta,
después de la independencia de Portugal, elige en 1640
permanecer española. Empero no vale apelar a la antigüedad
de la presencia española para defender una indefinida, ni
tampoco el hecho de que el Reino de Marruecos sea posterior
suprime el derecho a reclamarlas. La historia ya se encarga
de estudiar el papel que estas plazas desempeñaron en los
siglos XVI y XVII en la lucha contra la piratería y la
amenaza musulmana, o en las ambiciones colonialistas en la
segunda mitad del XIX y los dos primeros decenios del XX.
Dejemos el estudio del pasado a los historiadores y
ocupémosnos de lo que ahora importa, el papel que Ceuta y
Melilla -centros de comercio informal, a la vez que puntos
de fricción- juegan en las relaciones con Marruecos.
Nada dificulta tanto la solución de litigios internacionales
o nacionales como sacar a relucir los llamados “derechos
históricos”. No se puede ser crítico a que el nacionalismo
periférico los invoque, y traerlos a colación ante
Marruecos, para luego negarlos a los que sueñan con la
reconquista musulmana de Andalucía. Recomponer a la larga
las relaciones con Marruecos supone dejar a un lado la
discusión histórica y jurídica de los derechos de España y
de Marruecos sobre las dos ciudades, tomando en
consideración únicamente los intereses de ambos países en el
momento actual.
Desde una racionalidad que aspire a obtener resultados, al
tratar de nuestras relaciones con Marruecos, debería ser
obvio empezar por dilucidar la relación existente entre los
costos de mantener la soberanía en estas ciudades y los
beneficios que se derivan para España, y no solo para unos
cuantos cientos de comerciantes y funcionarios. Llama
poderosamente la atención que al enfrentarnos a los ya
frecuentes conflictos con Marruecos, permanezca en un
trasfondo oscuro la reivindicación de estas dos ciudades,
que en Marruecos ocupa un lugar preferente. No parece
descabellado pensar que la causa del silencio español sea el
viejo nacionalismo, que algunos se empeñan en atribuir en
exclusiva a nuestros connacionales del norte, que es el que
impide que nos preguntemos, si beneficios y costes, tanto de
la permanencia, como de una posible salida negociada, avalan
o no, la política que se lleva a cabo. Incluso si el tema no
incidiera en las relaciones con Marruecos, y evidentemente
no es el caso, podríamos llegar a la conclusión de que
convendría ir pensando en retirarnos, simplemente como una
forma de eliminar gastos superfluos por la presión de
intereses muy particulares y vanos afanes de prestigio.
Aunque, como me temo, el balance fuera claramente negativo,
tanto por la carga económica que representa para España,
como porque abre una espita que Marruecos podría aprovechar
en cualquier momento de debilidad, nadie en su sano juicio
propondría el abandono inmediato, ni siquiera a corto plazo,
de estas plazas de soberanía. Si seguimos sin hacernos cargo
del problema, en una situación de emergencia habría que
temer más bien una salida precipitada: de ello tenemos
antecedentes, y no solo en el Sáhara occidental. En vez de
ofuscarnos con mitos del pasado, lo racional sería iniciar
negociaciones con Marruecos para encontrar una solución a
largo plazo, digamos en 20 años, tiempo imprescindible para
poder ir acoplando los distintos intereses de los españoles
en ambas ciudades, pero también los de los marroquíes del
entorno.
Encontrar una salida adecuada conviene a España, no solo por
el aspecto financiero -nunca tiene sentido un gasto
innecesario, que se justifica en prejuicios obsoletos- sino,
en primer lugar, porque unas negociaciones inteligentes
permitirían estrechar las relaciones políticas, económicas y
culturales con Marruecos, que nos son cada vez más
importantes. En un mundo globalizado, en el que las
fronteras nacionales cuentan cada vez menos, la vecindad
adquiere una nueva significación. Somos más
interdependientes de cada parte del mundo, pero sobre todo
de nuestros vecinos, al norte de los Pirineos y al sur del
Estrecho. En el fondo, deberíamos considerar el desarrollo
socioeconómico de Marruecos una cuestión de política
interior, al depender de ella asuntos de tanta envergadura,
como el control de la inmigración, o la amenaza terrorista,
vinculada al islamismo radical.
Marruecos, como España, tienen su mayor mercado en la Europa
comunitaria, y las relaciones con la Unión Europea es un
tema central que nos vincula de manera positiva, si sabemos
cooperar, o negativa, si las planteamos como una competencia
desleal. Marruecos es el país que más se ha beneficiado de
“la política europea de vecindad”, pasando de la
“cooperación” a la “asociación”. En vez de despotricar por
las exportaciones marroquíes, deberíamos aprovechar el
envite, para no solo mejorar nuestra productividad agrícola,
sino reconvertirla en una industrial que amplíe el mercado
al otro lado del Estrecho. Contribuir al desarrollo
socioeconómico de Marruecos es una forma de desarrollarnos
nosotros mismos como país exportador de capital y
tecnología.
Pese a tan largos lazos históricos, cualquiera que viaje por
Marruecos comprueba la escasa presencia del español y la muy
limitada de nuestros productos. Cambiarían
significativamente las cosas si, además de la excelente
labor de los institutos Cervantes, fuéramos capaces de
patrocinar, por ejemplo, una Universidad Politécnica con
profesores españoles, que contribuyera a expandir nuestra
tecnología. No se trata ahora de hacer sugerencias de
colaboración mutua, pero las posibilidades son muchas y muy
variadas.
No se me ocultan los obstáculos que para la cooperación
entre los dos países provienen de la parte marroquí, el
mayor, que sea una democracia deficiente que se trasluce en
corrupción, bajo nivel cultural y alta desigualdad social.
Ello limita considerablemente, qué duda cabe, una política
eficaz de desarrollo, pero el Marruecos de hoy no se
diferencia mucho de la España de los años cuarenta y
cincuenta, y logramos salir del pozo. He observado una
cierta simpatía de los marroquíes por los españoles, siempre
que sepamos respetarlos como se merecen. Pese a nuestra
herencia árabe, en todo caso, conviene no olvidar que son
tan orgullosos, pero mucho más astutos, que nosotros.
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