Me parece estupendo hablar con
personas con las que convivo y frecuento muchas veces. Y,
mejor aún, tener la posibilidad de poder reseñarlo en este
periódico. Que es lo que vengo haciendo desde hace ya varios
años en la miscelánea semanal. Páginas tituladas así y que
son publicadas los domingos.
Para darle vida a la miscelánea semanal, no tengo más
remedio que transitar la calle. Y dejarme abordar por
cuantas personas deseen pegar la hebra conmigo. Y a fe que
son muchas las que gustan de hacerlo. Lo cual me resulta tan
agradable como arriesgado: pues me exige estar en todo
momento dispuesto a escuchar atentamente a los demás y a no
dar muestra alguna de falta de atención o de haberme
levantado por los pies de la cama.
Realizar este trabajo, diariamente, además de procurarme
ciertos sacrificios me obliga también a seleccionar lo que
debo decir, por mucho que esté deseando contar, tal vez por
defecto profesional, lo que debo callar por cuestiones
obvias. De hecho, pocas personas han visto escritas sus
denuncias mediante acuerdos de que no salieran a la
palestra.
De ese modo, lógicamente, me he ganado la confianza de
muchas gentes. Confianza que es la que genera que nunca me
falten ciudadanos de los que hablar y que, a su vez, casi
siempre me aportan detalles interesantes y comportamientos
que quienes escriben en periódicos tienen la obligación de
conocerlos.
Días atrás, un cargo muy conocido de la ciudad estaba
dialogando conmigo en plena calle. Y, en ese momento, pasó
un individuo que nos saludó con cierta efusividad. El cargo,
curtido en mil batallas, no dudó en decirme: la persona que
nos ha saludado va a tardar nada y menos en contarle al
político tramposo, que yo te estoy dando información para
que escribas contra él.
Lo que me dijo el cargo curtido en mil batallas se cumplió.
Y el político tramposo, que a su vez es también tonto de
capirote y, si me apuran, de babero y pito, le afeó al
cargo, curtido en mil batallas, el que estuviera hablando
conmigo para ponerme al tanto de sus deslices. Es, decir, de
los deslices ilegales del tonto que sólo conserva la lucidez
para meter la mano donde no debe.
Lo cierto es que la postura del político tramposo, y sus
palabras contra mí, podrían haberme estimulado más que
suficiente para que le hubiera aplicado el grado de
mordacidad que se merece. Y lo habría hecho a tumba abierta.
Con nombre y apellidos. Sin que me temblara el pulso. Pero,
tras respirar hondamente, he preferido no responderle en
román paladino al político tramposo, para no causarle
trastornos a un gobierno cuyo mandamás seguramente tiene
apuntado al tonto con balcones a la calle en la libreta de
los que no van a repetir cargo cuando proceda.
Pero lo que haré, sin duda, es recordarle al tontilán del
político lo que dijo un día Adolfo Suárez: “Los
políticos tienen que vivir entre la mierda, pero no
confundirse con ella”. Entre otras razones, porque terminan
oliendo. Desde hace un tiempo, créanme, el político tramposo
huele. Y huele de verdad. A ese olor que deja el deseo de
ganar dinero a todo trance y por más que en el intento deba
pasarse de la raya en todos los sentidos.
En suma: yo me seguiré pateando la calle y hablando con
todas las personas que lo deseen. Con el fin de darle vida a
la miscelánea semanal. Y puedo hacerlo. Pues mi hoja de
servicio me lo permite.
|