Uno tiene más que asumido que
cuando le dicen que tiene un aspecto sensacional es, sin
duda, prueba evidente de que se encuentra en la última fase
de la vida. Las fases de la vida son tres: juventud, mayoría
de edad y “tienes un aspecto sensacional”. Que es el halago
que más he recibido este verano.
Un verano, que dicho sea de paso, se esta comportando como
es su obligación: atiborrándonos de calor y haciendo que
reaccionemos verbalmente contra las altas temperaturas como
sólo nosotros sabemos hacerlo: “¡Esto no hay quien lo
aguante! ¡Vaya día! ¡Es horroroso!”; a la par que nos
quitamos el sudor con gesto rabioso.
Es la misma cantinela de siempre. Y es que, como bien queda
reflejado en ‘El español y los siete pecados capitales’, de
Fernando Díaz-Plaja, el español no se acostumbra
nunca al malestar y el hecho de ser uno entre los miles que
están sufriendo en estos momentos las inclemencias de la
naturaleza. Más bien parece que la naturaleza, sin razón
alguna, lo castiga únicamente a él.
Como castigo de verano están siendo consideradas las
algaradas que vienen montando los inmigrantes del CETI en la
vía pública. Por lo visto, los ciudadanos estamos condenados
a que nuestros oídos sufran lo indecible. Durante meses
fueron las vuvuzelas, manejadas por el grupo que capitaneaba
Juan Luis Aróstegui, cuyos sonidos monolíticos aún
tenemos golpeándonos las sienes, las que se encargaron de
conturbar nuestro ánimo. De haber continuado el castigo, a
buen seguro que estaríamos ya al borde de desquiciamientos
como los que sufren quienes no terminan de acostumbrarse al
levante tarifeño.
Esperemos, pues, que a los manejados por CCOO no les dé por
volver a la carga sin vuvuzelas pero esgrimiendo cartones
con la misma habilidad que caracteriza a las criaturas que
desean pasar a la Península a todo trance. Y es que cada
golpeo de los cartones manejados por cameruneses contra el
suelo suena a crujido monumental. Suenan tan restallantes
los cartones al chocar contra la acera, que si no se espera
el bombazo uno puede sufrir el accidente de lo inesperado.
Que es lo que le pudo ocurrir a una señora que caminaba a mi
vera, el lunes pasado, por la avenida Alcalde Sánchez
Prados; que la pobre ante tan ensordecedor ruido pegó un
respingo que a punto estuvo de dejarla grogui. La pobre
mujer, tras el susto, se dirigió a mí para decirme lo mucho
que la vida ha cambiado. Que ya nada es igual que antes.
Cuando estas cosas no estaban permitidas. Pero de ninguna
manera, ¿eh?... Se lo digo yo que ya tengo muchísimos años.
También yo tengo mis años, señora, le dije. Y comprendo que,
si no queremos amargarnos la existencia continuamente,
estamos obligados a adaptarnos a todo lo nuevo y la vida es
nueva cada día. Y pobre de quien no tenga capacidad de
adaptación. De adaptación y de olvido, señora. Porque la
vida, según los expertos en estas cosas, no va bien sin
grandes dosis de olvido. Un acto supremo de la inteligencia
es mirar hacia delante y hacia arriba, dicen los que saben.
La señora, todo hay que decirlo, me miró de arriba abajo.
Hizo un mohín indescifrable. Y sólo acertó a decirme:
“¡Quede usted con Dios!”. Y apretó el paso sin mirar
siquiera hacia atrás.
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