El mundo necesita del estímulo de
la juventud, de su entusiasmo por hacer cosas. Para alcanzar
la paz hay que contar con las jóvenes mentes. Por
consiguiente, debemos activar una formación para todos y una
formación en valores humanos. Téngase en cuenta que lo que
en la juventud se aprende, para bien o para mal, toda la
vida dura. Es una idea Quevediana cargada de razón. Sin
duda, el planeta tiene que apostar por una educación
humanamente comprensiva, respetuosa con todas las culturas,
puesto que más allá de los meros aprendizajes intelectuales
se precisan otras sabidurías: conocerse uno mismo y
aprender, en comunidad globalizada, a saber vivir. No en
vano, multitud de chavales se encuentran perdidos, no se
hallan, y toman caminos que a veces les lleva a la
desesperación. Por desgracia, vivimos en un mundo de
especialistas que dicen saberlo todo, que presumen de tener
las ideas claras, ignorancia grande, pues el verdadero
espíritu sabio siempre duda y reflexiona. Este planeta,
desde luego, precisa con urgencia dejarse dominar por las
libertades antes que por los poderosos, e invertir tiempo en
dejar pensar, tolerando que cada uno goce de la felicidad
que pueda, sin disminuir la placidez de los vecinos.
La juventud es el cambio del cambio, la esperanza que el
mundo requiere, un estado de ánimo que los caminos de la
vida demandan. Ha llegado el momento de examinarnos a
corazón abierto, de vitorear su empuje y de analizar nuestra
actitud. La estela trazada por el Secretario General de las
Naciones Unidas, Ban ki-moon, motivado por el Año
Internacional de la Juventud (Agosto 2010-2011), puede
ayudarnos en el análisis: “Reconozcamos y celebremos todo lo
que los jóvenes pueden hacer para construir un mundo más
seguro y más justo y redoblemos nuestros esfuerzos por
incluir a los jóvenes en las políticas, programas y procesos
decisorios que benefician su futuro y el nuestro”. La
energía joven no puede entrar en crisis. Jamás. Por
desdicha, este momento de dificultades que vive el planeta
se ha cebado con la savia de la lozanía. El desempleo mayor
lo alcanzan los jóvenes. Han sido la presa fácil. Observemos
que raramente se les atiende, a lo máximo se les oye; pero a
ellos, sin embargo, el mundo de los adultos les pide que
aprendan a escuchar atentamente. Insólitamente, la
solidaridad hacia su problema, o problemas, también suele
brillar por su ausencia, a pesar de que los adultos les
insten a solidarizarse con los demás, a reconocer opiniones
divergentes y a resolver conflictos unidos. Es cierto que
pocas lecciones son más formativas que la de fomentar
conciencia crítica, injertada al valor de los derechos
humanos, pero de nada sirve predicar sin el ejemplo.
Mucha juventud vive en la pobreza. Es un hecho. Su
aprendizaje no es otro que poder subsistir. Multitud de
jóvenes deben recurrir a trabajos denigrantes y reciben un
salario mínimo. Por otra parte, los mercados de trabajo cada
día son más incapaces de absorber la riada de jóvenes con
estudios. A los chavales se les sigue discriminado en las
ofertas de trabajo, pidiéndoles una experiencia que no
tienen, porque nunca han trabajado. Todo este cúmulo de
incomprensiones acrecienta factores de riesgo, como es la
desbordante delincuencia juvenil que soportan algunas
ciudades del mundo. Bajo este panorama desolador, de un
mundo que no protege realmente a los jóvenes, más bien lo
hace de boquilla, resulta imperativo prestar más atención a
este sector vital de la población. No olvidemos que el
progreso de una sociedad se sustenta en todas las etapas de
la vida y la juventud, la del divino tesoro que dijo el
poeta, es una más. Los jóvenes deben estar presentes en todo
cambio, en el cambio global y en la innovación, como activos
en el desarrollo y también como agentes de paz. Si los
excluimos, si su voz no cuenta, al final toda la sociedad
perderá y todos seremos, de algún modo, pobres: míseros de
comportamiento y víctimas frustrados.
Existen hoy formas de voluntariado, modelos de entrega
generosa, de los cuales justamente nuestra sociedad tiene
necesidad urgente. No es humano, por citar algunas estampas
vivientes del mundo de hoy, abandonar a los ancianos en su
soledad, pasar de largo ante los que sufren, mostrarse
indiferente ante las injusticias, callar ante violaciones y
violencias que se observan. Hay que volver a activar en el
mundo las tareas de socorro, que los jóvenes vivan la
asistencia humanitaria, de la que muchos ya son participes y
valeroso testimonio para aquellos adultos vestidos de piedra
por dentro y de glamour por fuera. Recuerdo a los jóvenes
cooperantes, su madera humana y humanizadora, el compromiso
de arriesgar su propia vida, y en ellos, sí que veo el
futuro, el germen de la evolución hacia un mundo más ético y
sensible. Me gusta esta juventud que a diario aprende a ser
para los demás antes que para sí, que lucha y se sacrifica
desinteresadamente, que camina ausente de egoísmos, que
cultiva estilos de vida coherentes y saludables. Por el
contrario, me entristece esa otra juventud que no se revela
y toma iniciativas de participación, que permanece pasiva y
no arranca acciones y opciones de cambio, que no exige
aumentar el compromiso de los adultos hacia los jóvenes, que
no se moviliza para sumar fuerzas juveniles, ni conecta ni
establece lazos que mejoren la inclusión social en el mundo.
En cualquier caso, la acertadísima idea Quevediana de que
“lo que en la juventud se aprende, toda la vida dura”,
también debiera ponernos en movimiento a los que nos decimos
experimentados. Siempre es bueno rectificar y hacer
autocrítica por la parte de culpa que nos corresponde.
Muchas veces hemos sido incapaces de incluir voces jóvenes y
ellos son el motor social. En otras ocasiones, no hemos sido
capaces de trasladar el merecido reconocimiento a su valor y
valía, ni lo que en verdad nos engrandece llevar a la
práctica los valores humanos. Considérese por siempre, pues,
que es la juventud la que, recogiendo los ejemplos y las
enseñanzas de los adultos, va a formar la sociedad del
mañana.
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