El joven se acercó hasta nosotros tranquilo y sin agobio
mientras la máquina excavadora derribaba, por orden del
Gobierno de Ceuta, las construcciones ilegales que nos
rodeaban. Después de habernos mirado durante unos segundos,
espetó: “Esta tierra es de Dios”.
A punto estuve de mandarle que se fuera con ese discurso al
Capitolio estadounidense, a la frontera de Marruecos con
Argelia o al Palacio del Elíseo francés para que fuera
poniendo sus banderas de creyente por donde quisiera y no
perdiera tiempo en el Príncipe con tan poco espacio
disponible para su fe. Pero como si fuera un mensaje divino,
algo empezó a arder en las proximidades instantes después de
aquellas palabras, y me desplacé hasta el lugar del fuego
donde pude comprobar que en la foresta del puente del
Quemadero unas llamas consumían unas zarzas. Miré al cielo
protector y pensé que al igual que sucedió en el monte Horeb
los pecadores no deberíamos haber adorado becerros de oro de
ningún ayuntamiento ni jugar a leyes terrenales de
parcelaciones pecadoras. Quizás fuera un mensaje. Por un
momento pensé que el diablo me había ofuscado la razón y que
no se podía legislar en contra del Génesis. La tierra ya no
era para quien la trabajaba, ni siquiera para el príncipe de
los creyentes del país vecino. Es directamente de Dios.
Aunque el joven que nos hablaba desde la divinidad en
realidad quería aquella tierra para su suegra.
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