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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 30 DE JUNIO DE 2010

 

OPINIÓN / EL OASIS

Ramón Cutillas García
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Creo haber dicho, en varias ocasiones, lo bien que me cae Ramón Cutillas. Pero no tengo inconveniente en redoblar el tambor. Por más que éste se empeñe en no confirmarme las malas andanzas de dos personajes que a cada paso trataban de adelgazarle su cuenta corriente. Hecho que a mí me consta sucedió allá cuando los años ochenta estaban tocando a su fin y principiaban los noventa.

Pero en vista de que RC con sus habituales buenas maneras, producto de su esmerada educación, no cede ante mi insistencia, he decidido olvidarme del tema. Esperando, eso sí, que un día le dé por levantarse de la cama con ganas de sincerarse conmigo. Lo cual puede ocurrir. Por qué no... La columna de hoy, pues, nada tiene que ver con ningún tipo de impuesto revolucionario. Es más bien un simple deseo de contarle a Ramón cuestiones referentes a Francisco Franco. Una figura que, por lo que le vengo leyendo en sucesivos domingos, sigue despertando su interés.

Mira, Ramón, yo nunca te he contado que hice el servicio militar como Infante de Marina. Y que, por medios que aún no he averiguado, me vi, de la noche a la mañana, en el verano del año 61, convertido en escolta de don Felipe Abarzuza: ministro de Marina. Un escolta atípico. Porque ni tenía estatura ni yo me distinguía por ser un gladiador. Y, por si fuera poco, cuando me tocaba acompañar al ministro -y a su esposa, una inglesa de modales exquisitos- al Retiro, para echarle altramuces a los patos, la pistola que llevaba estaba cargada con balas de fogueo.

Pues bien, semejante tarea la compartía yo con estar a las órdenes directas de los ayudantes del ministro. Teniente coronel Ollero; teniente de navío, Carlos Alvear–que murió muy joven-; y el comandante Conejero; pionero como hombre del tiempo en televisión española. Como pronto me gané la confianza de tales jefes, pude oírles, a veces, hablar de asuntos que jamás se hubieran atrevido a exponer delante de personas que le hubieran ofrecido escasa o nula seguridad. En cierta ocasión, estando en El Pardo, acompañando a don Felipe, Alvear le dijo al conductor, en mi presencia, que los consejos de ministros suponían un suplicio para todos los ministros. Ya que Franco se permitía el lujo de pasarse todo el consejo sin ir al baño. Y que los ministros, todos prostáticos, aguantaban el tirón bisbiseando maldades contra el Jefe del Estado.

Y es que Franco, según le leí al doctor Puigvert, eminente urólogo de entonces, disfrutaba de una próstata inmejorable. Así que podía permitirse el lujo de avasallar a sus ministros haciendo alardes de cómo contener sus micciones. Franco era emotivo, criticón e inquisitivo. Pero nunca vacilante. Y de él se temían sus silencios. Con ellos, decían los ayudantes de Abarzuza, y con dejar transcurrir el tiempo, agotaba la capacidad de resistencia de sus opositores.

En lo tocante al envío del motorista, te puedo decir, estimado RC, que a mí me tocó presenciar la llegada del que llevaba la boleta destinada a que Abarzuza abandonara el cargo para que fuera ocupado por Nieto Antúnez. Para engañar a Franco había que saber chino. Y aun así lo engañaban. Eso sí, el día que suspendió un consejo de ministros para ir al baño, Fraga se dio cuenta de que la Dictadura iba ya cuesta abajo. O sea, Ramón, lo de siempre: que los hombres acabamos todos perdiéndonos, de una forma o de otra, por el mismo sitio. Y Franco, como comprenderás, no iba a ser la excepción.
 

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