Creo haber dicho, en varias
ocasiones, lo bien que me cae Ramón Cutillas. Pero no
tengo inconveniente en redoblar el tambor. Por más que éste
se empeñe en no confirmarme las malas andanzas de dos
personajes que a cada paso trataban de adelgazarle su cuenta
corriente. Hecho que a mí me consta sucedió allá cuando los
años ochenta estaban tocando a su fin y principiaban los
noventa.
Pero en vista de que RC con sus habituales buenas maneras,
producto de su esmerada educación, no cede ante mi
insistencia, he decidido olvidarme del tema. Esperando, eso
sí, que un día le dé por levantarse de la cama con ganas de
sincerarse conmigo. Lo cual puede ocurrir. Por qué no... La
columna de hoy, pues, nada tiene que ver con ningún tipo de
impuesto revolucionario. Es más bien un simple deseo de
contarle a Ramón cuestiones referentes a Francisco Franco.
Una figura que, por lo que le vengo leyendo en sucesivos
domingos, sigue despertando su interés.
Mira, Ramón, yo nunca te he contado que hice el servicio
militar como Infante de Marina. Y que, por medios que aún no
he averiguado, me vi, de la noche a la mañana, en el verano
del año 61, convertido en escolta de don Felipe Abarzuza:
ministro de Marina. Un escolta atípico. Porque ni tenía
estatura ni yo me distinguía por ser un gladiador. Y, por si
fuera poco, cuando me tocaba acompañar al ministro -y a su
esposa, una inglesa de modales exquisitos- al Retiro, para
echarle altramuces a los patos, la pistola que llevaba
estaba cargada con balas de fogueo.
Pues bien, semejante tarea la compartía yo con estar a las
órdenes directas de los ayudantes del ministro. Teniente
coronel Ollero; teniente de navío, Carlos Alvear–que
murió muy joven-; y el comandante Conejero; pionero
como hombre del tiempo en televisión española. Como pronto
me gané la confianza de tales jefes, pude oírles, a veces,
hablar de asuntos que jamás se hubieran atrevido a exponer
delante de personas que le hubieran ofrecido escasa o nula
seguridad. En cierta ocasión, estando en El Pardo,
acompañando a don Felipe, Alvear le dijo al conductor, en mi
presencia, que los consejos de ministros suponían un
suplicio para todos los ministros. Ya que Franco se permitía
el lujo de pasarse todo el consejo sin ir al baño. Y que los
ministros, todos prostáticos, aguantaban el tirón
bisbiseando maldades contra el Jefe del Estado.
Y es que Franco, según le leí al doctor Puigvert,
eminente urólogo de entonces, disfrutaba de una próstata
inmejorable. Así que podía permitirse el lujo de avasallar a
sus ministros haciendo alardes de cómo contener sus
micciones. Franco era emotivo, criticón e inquisitivo. Pero
nunca vacilante. Y de él se temían sus silencios. Con ellos,
decían los ayudantes de Abarzuza, y con dejar transcurrir el
tiempo, agotaba la capacidad de resistencia de sus
opositores.
En lo tocante al envío del motorista, te puedo decir,
estimado RC, que a mí me tocó presenciar la llegada del que
llevaba la boleta destinada a que Abarzuza abandonara el
cargo para que fuera ocupado por Nieto Antúnez. Para
engañar a Franco había que saber chino. Y aun así lo
engañaban. Eso sí, el día que suspendió un consejo de
ministros para ir al baño, Fraga se dio cuenta de que
la Dictadura iba ya cuesta abajo. O sea, Ramón, lo de
siempre: que los hombres acabamos todos perdiéndonos, de una
forma o de otra, por el mismo sitio. Y Franco, como
comprenderás, no iba a ser la excepción.
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