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OPINIÓN - MARTES, 29 DE JUNIO DE 2010

 
OPINIÓN / OBITUARIO

Aparejar Arquitecturas Juan Orozco

Por F. Javier Arnáiz


Tres técnicos en la misma franja generacional, el arquitecto Jaime Antón, que nace en el año 1924 y fallece el 30 de noviembre de 2002, el aparejador Gerardo Ferreiro, que nace en el año 1922 y fallece el 18 de septiembre de 2009 y el aparejador Juan Orozco, fallecido el reciente 18 de junio de 2010, serán los principales actores de la arquitectura y urbanismo de Ceuta durante 25 años. Sus perfiles nos permiten contemplar un periodo que transcurre en el arco temporal entre los años 60 y mediados de los 80.

Los tres van a ejercer sus respectivas profesiones, entonces liberales, desde las dependencias del palacio municipal y son referencia obligada en el estudio del contexto cultural de esos tiempos. Personas de la sociedad civil (digo sociedad porque hacer sociedad es inevitable, ya que nos libra de la barbarie), donde adquirieron por su destacada labor un merecido prestigio.

El último protagonista en abandonar esta travesía ha sido Juan Orozco, hombre al que le entusiasmaba vestir de marino cuando capitaneaba los distintos barcos que tuvo durante la deriva de su vida, a los que aparejaba en el club náutico CAS los palos, velas, cabos, poleas y roldanas. En el agua el barco le servía de punto de mira con excelente panorámica para adentrarse en el conocimiento del paisaje de su ciudad.

La sensibilidad que tenía con el mar la tuvo con todas las sociedades a las que perteneció y sobre todo con la última, una de legionarios, que armados de un cierto espíritu de cofradía presidió entre paternal y patriótico.

En su actividad cotidiana tiene en su haber obras de vocación folletinesca, trabajos realizados por entregas, máscaras patrocinadas por el ayuntamiento, en espacios teatrales donde configuraba sus decorados, ferias patronales, festivales flamencos, fitures, etc..., aun se recuerda en la ciudad las elecciones de Maja de Ceuta en el hotel La Muralla, ese hotel donde entonces los señores de Ceuta representaban vitalmente el esplendor de los negocios y el orden y las jerarquías sociales a través de la exhibición de sus familias, para los cuales Juan construía una pasarela, sobre la piscina, para sobre ese eje-soporte hacer desfilar cualquier fetiche enigmático. Pasarela que a su vez era eje de una herradura formada por las mesas donde se sentaba la buena sociedad ceutí a la que reflejaba en el cloro como si estuvieran en la Venecia de los canales.

Pero verdaderamente donde Juan disfrutaba era preparando los aparejos de las obras, eligiendo la calidad cercana y sensorial de los materiales adecuados para su construcción, siguiendo y ocupándose de las ordenes del arquitecto cumpliendo los presupuestos y los plazos de ejecución establecidos para su terminación.

Sobresalía por su gran conocimiento de los materiales. Entendía su valor en la construcción arquitectónica no sólo en sus propiedades esenciales, extensión, inercia, divisibilidad y masa, sino también porque sabía elegirlos por sus cualidades, aptitudes resistencia y coste. En una primera impresión, en la presencia, táctil, desechaba todos aquellos que por apariencia externa, o por examen de su fractura comprobaba que no reunían las condiciones para su puesta en obra. Diferenciaba su función de la del arquitecto Jaime Antón, pues, al lado de estas constantes físicas reconocía que se requieren otras de base espiritual que colaboran en la creación de la obra de arquitectura, sin menoscabo, sonreía, de introducir tonificaciones en las muy frecuentes y calculadas ambigüedades del arquitecto, al que asombraba a menudo midiendo algunas longitudes a pasos. La transformación de su número coincidía con extraordinaria exactitud con la lectura de la misma longitud medida con cinta métrica.

Su aprendizaje y titulación fue en Barcelona, había trabajado en la reconstrucción del claustro gótico de la catedral de Lérida, dibujando su estereotomía y aparejando el despiece de sus arcos.

Mientras en Ceuta se estaban derribando edificios, construcciones que ocupaban el istmo, que no eran antiguas sino que para la sociedad ceutí de su tiempo eran despectivamente viejas, Juan ya en su pueblo dirigirá la construcción del aparcamiento subterráneo de la Gran Vía, una vía que como “decumano” debía conectar el levante con el poniente, la Almina a través de su puente, con el futuro ensanche del Campo Exterior. Comentaba que se pudo hacer una planta más de aparcamientos. Hasta medidos de los 80 y construido el aparcamiento, su cubierta quedó como una senda ocupada en sus linderos con un grupo de edificios temblorosos.

Profesionalmente dentro del ayuntamiento fue el encargado y jefe de la brigada de obras que cuidaba de la conservación y mantenimiento de la ciudad, sus cuadrillas desmanteladas fueron abandonadas como enfermos contagiosos dejándolas morir de edad. Con melancolía observo el resplandor de su último rescoldo que se apagó en un cerrar de ojos, para al abrirlos de nuevo, contemplar, con desconcierto y estupefacción una pintoresca empresa, máscara de sociedad anónima que los había sustituido.

Dirigirá, ya a las órdenes del nuevo arquitecto municipal la rehabilitación del edificio del Revellín, sede del Instituto de Estudios Ceutíes, edificio también utilizado para la estética en cautiverio, museo y sala de exposiciones temporales.

El que quiera inventariar la historia de su obra dentro de la nutrida caravana de aparejadores y arquitectos que han dedicado su vida a la conformación edilicia de la ciudad, sólo tiene que realizar un paseo y una exhaustiva exploración por el archivo municipal, en especial los legajos, panteón donde descansan los méritos (arquitecturas) y fracasos (escombros) de estos profesionales.

Con sus especiales dotes de observador comentaba ya en su mansedumbre crepuscular, con ironía, cómo las nuevas sociedades anónimas sacadas como conejos de las chisteras de las papilas privadas merodeaban e intervenían con delirio y sin pudor en la sustitución y reconfiguración de los espacios libres.

Las antiguas vías y plazas que cosen el tejido de la ciudad, que habían sido urbanizadas en los años 60 y 70 y que eran tipologías históricas de una forma de proyectar con recuerdos de aromas de jazmines, de azucenas y damas de noche en sus jardines, fuentes que centraban y equilibraban los bancos de asiento con árboles y pérgolas que le daban sombras, como trastos viejos, como si quemáramos viejas fotografías del álbum familiar, habían sido reemplazados como en una pesadilla por vanidosas copias kitsch de catálogo. A este cocktail de mueblecitos, figurillas, bibelots y cachivaches de todo tipo, idolillos de la perfecta vacuidad, ridícula aberración de un estilo que todo lo infectaba, Juan lo llamó “estilo remordimiento”.

En esta “neurosis infantil” ridícula y despreciable, Juan no participa, ni tampoco menoscaba su modo de actuación profesional y su fidelidad a sus clientes y al ayuntamiento donde terminara jubilándose.

Como quien sopla en la ceniza, días antes de su muerte le habían encargado la dirección de una obra en la barriada del Príncipe Alfonso, por el precio y por el aprecio que aun le tenían, obra cuya acta de inicio no llegó a firmar.

Pero lo sustancial de su oficio permanece inalterable, pegar la nariz a la tierra, comprobar la ferralla, oler el mortero, medir como un sabueso, es algo que no ha cambiado entre los técnicos del ayuntamiento, donde los dos aparejadores, islas manuales, Gerardo Ferreiro y Juan Orozco, han sido reemplazados por un archipiélago digital de jóvenes técnicos, diez nuevos aparejadores que de medir longitudes a pasos han pasado a medir con tecnología de rayos láser el arriesgado ejercicio de equilibrio entre la reflexión y la emoción que representa servir a los ciudadanos que es lo mismo que servir a la vida.

El sombrero “Panamá” de Juan como telón de fondo que había quedado suspendido por unos instantes en la huellas del humo que su puro habano dejaba en el aire ha volado para colocarse sobre la cabeza de uno de estos diez magníficos aparejadores municipales, la del buen acuarelista Pedro Orozco, hijo de una inteligente catalana llamada Nuria Tristán Cudinach.
 

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