Tres técnicos en la misma franja generacional, el arquitecto
Jaime Antón, que nace en el año 1924 y fallece el 30 de
noviembre de 2002, el aparejador Gerardo Ferreiro, que nace
en el año 1922 y fallece el 18 de septiembre de 2009 y el
aparejador Juan Orozco, fallecido el reciente 18 de junio de
2010, serán los principales actores de la arquitectura y
urbanismo de Ceuta durante 25 años. Sus perfiles nos
permiten contemplar un periodo que transcurre en el arco
temporal entre los años 60 y mediados de los 80.
Los tres van a ejercer sus respectivas profesiones, entonces
liberales, desde las dependencias del palacio municipal y
son referencia obligada en el estudio del contexto cultural
de esos tiempos. Personas de la sociedad civil (digo
sociedad porque hacer sociedad es inevitable, ya que nos
libra de la barbarie), donde adquirieron por su destacada
labor un merecido prestigio.
El último protagonista en abandonar esta travesía ha sido
Juan Orozco, hombre al que le entusiasmaba vestir de marino
cuando capitaneaba los distintos barcos que tuvo durante la
deriva de su vida, a los que aparejaba en el club náutico
CAS los palos, velas, cabos, poleas y roldanas. En el agua
el barco le servía de punto de mira con excelente panorámica
para adentrarse en el conocimiento del paisaje de su ciudad.
La sensibilidad que tenía con el mar la tuvo con todas las
sociedades a las que perteneció y sobre todo con la última,
una de legionarios, que armados de un cierto espíritu de
cofradía presidió entre paternal y patriótico.
En su actividad cotidiana tiene en su haber obras de
vocación folletinesca, trabajos realizados por entregas,
máscaras patrocinadas por el ayuntamiento, en espacios
teatrales donde configuraba sus decorados, ferias
patronales, festivales flamencos, fitures, etc..., aun se
recuerda en la ciudad las elecciones de Maja de Ceuta en el
hotel La Muralla, ese hotel donde entonces los señores de
Ceuta representaban vitalmente el esplendor de los negocios
y el orden y las jerarquías sociales a través de la
exhibición de sus familias, para los cuales Juan construía
una pasarela, sobre la piscina, para sobre ese eje-soporte
hacer desfilar cualquier fetiche enigmático. Pasarela que a
su vez era eje de una herradura formada por las mesas donde
se sentaba la buena sociedad ceutí a la que reflejaba en el
cloro como si estuvieran en la Venecia de los canales.
Pero verdaderamente donde Juan disfrutaba era preparando los
aparejos de las obras, eligiendo la calidad cercana y
sensorial de los materiales adecuados para su construcción,
siguiendo y ocupándose de las ordenes del arquitecto
cumpliendo los presupuestos y los plazos de ejecución
establecidos para su terminación.
Sobresalía por su gran conocimiento de los materiales.
Entendía su valor en la construcción arquitectónica no sólo
en sus propiedades esenciales, extensión, inercia,
divisibilidad y masa, sino también porque sabía elegirlos
por sus cualidades, aptitudes resistencia y coste. En una
primera impresión, en la presencia, táctil, desechaba todos
aquellos que por apariencia externa, o por examen de su
fractura comprobaba que no reunían las condiciones para su
puesta en obra. Diferenciaba su función de la del arquitecto
Jaime Antón, pues, al lado de estas constantes físicas
reconocía que se requieren otras de base espiritual que
colaboran en la creación de la obra de arquitectura, sin
menoscabo, sonreía, de introducir tonificaciones en las muy
frecuentes y calculadas ambigüedades del arquitecto, al que
asombraba a menudo midiendo algunas longitudes a pasos. La
transformación de su número coincidía con extraordinaria
exactitud con la lectura de la misma longitud medida con
cinta métrica.
Su aprendizaje y titulación fue en Barcelona, había
trabajado en la reconstrucción del claustro gótico de la
catedral de Lérida, dibujando su estereotomía y aparejando
el despiece de sus arcos.
Mientras en Ceuta se estaban derribando edificios,
construcciones que ocupaban el istmo, que no eran antiguas
sino que para la sociedad ceutí de su tiempo eran
despectivamente viejas, Juan ya en su pueblo dirigirá la
construcción del aparcamiento subterráneo de la Gran Vía,
una vía que como “decumano” debía conectar el levante con el
poniente, la Almina a través de su puente, con el futuro
ensanche del Campo Exterior. Comentaba que se pudo hacer una
planta más de aparcamientos. Hasta medidos de los 80 y
construido el aparcamiento, su cubierta quedó como una senda
ocupada en sus linderos con un grupo de edificios
temblorosos.
Profesionalmente dentro del ayuntamiento fue el encargado y
jefe de la brigada de obras que cuidaba de la conservación y
mantenimiento de la ciudad, sus cuadrillas desmanteladas
fueron abandonadas como enfermos contagiosos dejándolas
morir de edad. Con melancolía observo el resplandor de su
último rescoldo que se apagó en un cerrar de ojos, para al
abrirlos de nuevo, contemplar, con desconcierto y
estupefacción una pintoresca empresa, máscara de sociedad
anónima que los había sustituido.
Dirigirá, ya a las órdenes del nuevo arquitecto municipal la
rehabilitación del edificio del Revellín, sede del Instituto
de Estudios Ceutíes, edificio también utilizado para la
estética en cautiverio, museo y sala de exposiciones
temporales.
El que quiera inventariar la historia de su obra dentro de
la nutrida caravana de aparejadores y arquitectos que han
dedicado su vida a la conformación edilicia de la ciudad,
sólo tiene que realizar un paseo y una exhaustiva
exploración por el archivo municipal, en especial los
legajos, panteón donde descansan los méritos (arquitecturas)
y fracasos (escombros) de estos profesionales.
Con sus especiales dotes de observador comentaba ya en su
mansedumbre crepuscular, con ironía, cómo las nuevas
sociedades anónimas sacadas como conejos de las chisteras de
las papilas privadas merodeaban e intervenían con delirio y
sin pudor en la sustitución y reconfiguración de los
espacios libres.
Las antiguas vías y plazas que cosen el tejido de la ciudad,
que habían sido urbanizadas en los años 60 y 70 y que eran
tipologías históricas de una forma de proyectar con
recuerdos de aromas de jazmines, de azucenas y damas de
noche en sus jardines, fuentes que centraban y equilibraban
los bancos de asiento con árboles y pérgolas que le daban
sombras, como trastos viejos, como si quemáramos viejas
fotografías del álbum familiar, habían sido reemplazados
como en una pesadilla por vanidosas copias kitsch de
catálogo. A este cocktail de mueblecitos, figurillas,
bibelots y cachivaches de todo tipo, idolillos de la
perfecta vacuidad, ridícula aberración de un estilo que todo
lo infectaba, Juan lo llamó “estilo remordimiento”.
En esta “neurosis infantil” ridícula y despreciable, Juan no
participa, ni tampoco menoscaba su modo de actuación
profesional y su fidelidad a sus clientes y al ayuntamiento
donde terminara jubilándose.
Como quien sopla en la ceniza, días antes de su muerte le
habían encargado la dirección de una obra en la barriada del
Príncipe Alfonso, por el precio y por el aprecio que aun le
tenían, obra cuya acta de inicio no llegó a firmar.
Pero lo sustancial de su oficio permanece inalterable, pegar
la nariz a la tierra, comprobar la ferralla, oler el
mortero, medir como un sabueso, es algo que no ha cambiado
entre los técnicos del ayuntamiento, donde los dos
aparejadores, islas manuales, Gerardo Ferreiro y Juan
Orozco, han sido reemplazados por un archipiélago digital de
jóvenes técnicos, diez nuevos aparejadores que de medir
longitudes a pasos han pasado a medir con tecnología de
rayos láser el arriesgado ejercicio de equilibrio entre la
reflexión y la emoción que representa servir a los
ciudadanos que es lo mismo que servir a la vida.
El sombrero “Panamá” de Juan como telón de fondo que había
quedado suspendido por unos instantes en la huellas del humo
que su puro habano dejaba en el aire ha volado para
colocarse sobre la cabeza de uno de estos diez magníficos
aparejadores municipales, la del buen acuarelista Pedro
Orozco, hijo de una inteligente catalana llamada Nuria
Tristán Cudinach.
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