Es frecuente que en mi diario
caminar por diferentes lugares de nuestra ciudad, que me
encuentre con un antiguo alumno o alumna de mis colegios
“Santiago Ramón y Cajal” y “Juan Morejón”. En general,
siempre hay entre los dos un intercambio de “episodios
pasados”, a veces simpáticas anécdotas, que muy bien
pudieran ser contenidos de un cuarto libro. La tentación
está ahí.
Aún no hemos sabido organizar un mundo para todos. Sería
bueno pensar en reorganizar el desarrollo humano para que
toda persona pueda ser protagonista de su dicha, reajustando
el desarrollo social para que nadie quede excluido de una
mínima calidad de vida, fortaleciendo las capacidades en las
poblaciones más vulnerables, y aprovechando los recursos y
potencialidades de todos los pueblos. Será imposible avanzar
si continuamos haciendo las cosas como siempre se han hecho,
y que han generado divisiones entre países desarrollados, en
desarrollo, subdesarrollados, de segundo, tercer y cuarto
mundo. Cuando el mundo es único y único es el ser humano. Su
talento tiene que ser capaz de poner justicia y orden en un
desarrollo socialmente solidario. Las gentes que malviven en
la pobreza tienen igual dignidad que las que viven en las
veinte economías más grandes del mundo; la dignidad es un
derecho que todos nos merecemos. Muy a menudo, quienes viven
en la miseria pueden conocer mejor cómo superar las
situaciones difíciles. Pero no se les escucha y tampoco son
convocados a reuniones de alto poderío donde todos nos
jugamos mucho.
Tenemos un laberinto de mundos enzarzados en lenguajes
egoístas que no conducen a buen puerto. El planeta no puede
dividirse únicamente por economías avanzadas. Toda persona
debe tener derecho a desarrollar sus facultades humanas. Por
ello, para que fructifique un ético desarrollo en la tierra,
hace falta priorizar todo lo concerniente al ser humano,
tener voluntad política de hacerlo y forjar alianzas
verdaderas entre todos los ciudadanos del universo. No puede
haber recuperación y tampoco nuevos comienzos en el mundo,
mientras persistan los muros crueles de la indiferencia
frente a inmoralidades manifiestas: la de aquella población
que vive en condición de desprotección o riesgo social en
áreas pertenecientes al primer mundo. La de aquellos
sectores del tercer mundo con gran atraso económico-social,
como el analfabetismo, el hambre, las carencias
hospitalarias, las viviendas, o simplemente una escasa
expectativa de vida. La de aquellos países subdesarrollados
cada día con más índice de desempleo, de corrupción, y de
dictadores que monopolizan el poder.
Es hora de que todos pongamos el oído. El planeta no puede
caminar alocadamente, a diversas velocidades, sin orden ni
concierto, hay una economía mundial que exige un liderazgo
mundial del que carecemos. Es el momento de pasar de las
buenas intenciones a los hechos. Por otra parte, tampoco
podemos liderar lo que no se ha mundializado, por eso es tan
importante capacitar a los países más pobres para que ocupen
su lugar como verdaderos interlocutores en las actividades
económicas internacionales y en la vida internacional.
El mundo debe crecer más interiormente, de persona a
persona, la única fuerza de la que han de depender las
finanzas y la economía. Con el crecimiento económico por sí
mismo, no se sale de una crisis como la actual, debe
integrarse con otros valores, de modo que debe ser un
crecimiento humano y, por consiguiente, respetuoso con
todos, también con la naturaleza. Asimismo, frente a tantos
mercados cerrados hay que abrir mercados libres y las
economías deben desburocratizarse para humanizarse más, sólo
así seremos capaces de incorporar a toda persona y a todas
las personas. No olvidemos que la empresa es una sociedad de
capitales, pero sobre todo una sociedad de capital humano ha
proteger.
Ciertamente la actual crisis debe obligarnos a cambiar de
camino y a tomar otro paso más de conjunto. A mi juicio, no
lo han hecho los aventajados líderes del G-20 que han
encarado más cómo salir de “su” crisis financiera, que de la
crisis del planeta en su globalidad. Por ejemplo, para nada
se centró en los objetivos del milenio. Sería genial que las
recetas se globalizasen para que no pierda la persona,
ninguna persona, se encuentre donde se encuentre. Por
desgracia, todavía pensamos más en lo nuestro, en lo
próximo, a pesar de que las distancias ya no existan y la
globalización sea algo tan real como la vida misma. La
colaboración de todos es fundamental para propiciar nuevas
fuentes de crecimiento y las regulaciones financieras
deberán coordinarse igualmente a escala internacional. Ya lo
dijo el economista Stuart Mil “no existe una mejor prueba
del progreso de una civilización que la del progreso de la
cooperación”. Y en la misma línea, otro sociólogo, Simmel,
apuntó que “la socialización sólo se presenta cuando la
coexistencia aislada de los individuos adopta formas
determinantes de cooperación y colaboración que caen bajo el
concepto general de la acción recíproca”.
En cualquier caso, insisto, por encima de las economías hay
que volver a las personas, que son las que en verdad hacen
el mundo. ¿Habrá crisis mayor que no ser capaces de
erradicar la pobreza extrema y el hambre, o que ser
incapaces de lograr empleo pleno y productivo, y trabajo
decente para todos, incluyendo mujeres y jóvenes? En este
laberinto de mundos hace tiempo que los sentimientos humanos
yacen aletargados en el mundanal desorden. A pesar de que
hemos aprendido mucho, pero lo hemos aprendido sin
reflexionar, que es la ocupación más inútil del ser humano,
dejando a un lado cuestiones innatas del corazón, la única
llave maestra que enciende claridades para salir de tanto
cruce de caminos interesados.
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