Es frecuente que en mi diario
caminar por diferentes lugares de nuestra ciudad, que me
encuentre con un antiguo alumno o alumna de mis colegios
“Santiago Ramón y Cajal” y “Juan Morejón”. En general,
siempre hay entre los dos un intercambio de “episodios
pasados”, a veces simpáticas anécdotas, que muy bien
pudieran ser contenidos de un cuarto libro. La tentación
está ahí.
En reciente encuentro con un ex¬-alumno, de grato recuerdo,
me expone los problemas que le están ocasionando sus dos
hijos, en el aspecto disciplinario y, consiguientemente, el
rendimiento escolar. Le preocupa mucho el problema del hijo
mayor, alumno de 3º de la ESO, que con la entrega de las
notas finales de curso, ha batido el record de materias
suspendidas, que no podrá recuperarlas en Septiembre.
Con el citado hijo tiene una relación “tormentosa”, que ya
no es sólo el rendimiento escolar, sino pretender imponer su
santa voluntad desplazando a la autoridad paterna. Ya no es
“vuelve temprano a casa” sino “vuelvo a la hora que me
apetece”.
El compungido padre, junto a su esposa no saben lo que
hacer, ya que ven que su joven hijo se les está escapando de
sus manos.
Y como no podía ser de otra forma, arremete contra el
sistema educativo –muy distinto al que él le correspondió-,
con la escuela en concreto, sin reconocer que, en general,
los padres actuales pecan de exceso de proteccionismo y
permisividad, olvidándose que la educación “implica como
objetivo prioritario la independencia del sujeto, con más
seguridad en si mismo e intentar que el sujeto sea capaz de
reforzar su autoestima.
Es bueno que sepamos –opinión muy acertada del filósofo, Sr
Marina- que la educación tiene dos partes: la instrucción
(conocimiento académico) y la formación del carácter
(conjunto de recursos afectivos, intelectuales y morales).
La escuela y la familia deben estar implicadas y de forma
coordinada en ambas parcelas, trabajar mano a mano.
Muchas veces, desde el Colegio depuran responsabilidades: se
quedan con la primera parte, la de instruir académicamente,
opinión de mi atribulado ex-alumno. Eso es absolutamente
improcedente y no se puede tolerar. La escuela educa quiera
o no quiera, y a veces lo hace por omisión. Es anticuado y
nefasto educativamente que los docentes piensen que sólo
tienen que instruir: semejante distribución de funciones es
suicida, no funciona y jamás funcionará.
También mi ex-alumno, quizás en la búsqueda deseperada de
dar una solución al problema de su hijo, intentando una
mayor relación o aproximación, ha pretendido ser “amigo” de
su hijo. Ser amigo del vástago de cada uno es una utopía. Es
una equivocación. Padre e hijo no son amigos, cada uno tiene
una postura distinta: a los chicos les puede resultar cómodo
en un primer momento, pero acaba riendo de la situación. El
adolescente necesita independizarse de su familia, sin
perder los lazos afectivos: los hijos precisan tener algo
respecto a lo que separarse, la percepción de que son
autónomos, pero que eligen ni desvinculándose de la familia.
Los padres son puentes de referencia, una pared fija y
estable con la que el chico puede jugar al frontón y para
devolverle la pelota a su hijo. Esta pared tiene que ser
firme.
La relación escuela-familia ha pasado por diversos momentos.
En principio, la familia confiaba plenamente en el maestro.
Todo le parecía bien. De hecho, si se le iba al maestro un
poco la mano, ni se enteraban, porque sabía que el padre la
emprendía a palos con él. Salvo en casos de “daños mayores”
era cuando se manifestaba la familia, pidiendo explicaciones
al maestro. Prevalecía la autoridad del mismo.
Con la implantación de la Ley del 70, la añorada EGB se pone
de manifiesto la obligatoriedad de la participación de la
familia en la escuela. Se constituyen la Asociaciones de
Padres, representaciones en los Consejos Escolares, la
conveniencia de asistir a las Reuniones de Padres,
convocadas semanalmente por el Tutor y, por supuesto,
comunicación directa por cualquier medio con los tutores.
Estas actividades, dentro de lo posible, se llevaban a cabo
en todos los centros escolares y, me consta que las primeras
experiencias fueron muy positivas, consiguiéndose buenos
resultados.
En algunos centros se constituyen las llamadas Escuelas de
Padres, cuya finalidad iba dirigida a conseguir una mayor
concienciación y responsabilidad sobre el hecho educativo.
En los momentos actuales, con los niños en pie de guerra,
crisis de autoridad y la problemática conciliación familiar,
ser padres es el reto más comprometido al que se enfrenta el
ser humano, problema intricado en los tiempos modernos.
En el caso de mi ex-alumno, que se siente enormemente
confundido, sin saber cómo actuar. Forma parte, sin duda, de
un amplio colectivo de padres muy preocupados por la
educación de sus hijos, donde la mayoría no saben, cómo,
cambiando de actitud, conseguir el equilibrio que necesitan.
Para estos casos, desde hace tres años, funciona la
Universidad de Padres, creada por el filósofo y pedagogo
José Antonio Marina, con el objetivo de llevar a cabo su
“movilización educativa” hasta las últimas consecuencias y
decidido a involucrar a toda la sociedad española en la
tarea de mejorar la educación, potenciar en los niños un
ideal del mundo rico en valores, pensamiento creativo, tono
optimista y libertad libre.
Una buena oportunidad para mi ex-alumno, teniendo en cuenta
que todavía está a tiempo. ¡Nunca es tarde!
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