Participaba yo en una reunión para
darle tarea al ocio, la semana pasada, cuando un componente
de ella trató de indicarme el camino que debían seguir mis
opiniones. Cada vez que el susodicho abría la boca era para
hacerme recomendaciones sobre lo que más me convenía decir
en esta columna. Y, claro es, se le notaba mucho que sus
palabras trataban de aleccionarme acerca de que no hay nada
mejor que ponerse siempre de parte de quienes manejan el
dinero. Aunque intentara por todos los medios demostrarme
que su mayor interés radicaba en advertirme de que ya era
hora de que cortara esa hemorragia de enemistades que me he
ido ganando con el paso de los años.
De modo que lo mejor para mí, según él, consistiría en
disfrutar mucho el resto de mi vida. Que, tras analizar
detenidamente mi edad, le habrá servido para calcular que es
un resto poco fiable. O sea, de los que ya no admiten hacer
planes ni tan siquiera para el siguiente fin de semana. Eso
sí, le faltó decirme, si bien estuvo a punto de soltarlo, lo
importante que sería si me diera por imitar ese periodismo
sublime que tanto gusta a los suyos.
Quien así se expresaba, con la corrección debida, pero
dejando entrever que si se lo propone puede tener tripas por
estrenar, entre otras obligaciones tiene la de leerme todos
los días. Y por lo que he podido colegir de sus palabras,
estoy convencido de que los suyos llevan ya mucho tiempo
bisbiseando maldades contra mí. Poniéndome de vuelta y media
en cuanto se encarta. Cuando no tildándome de ser un tipo
atravesado. Un sieso manido que ni siquiera ha querido
escuchar atentamente proposiciones de empleos públicos, tan
bien remunerados como escasos de trabajo, hace apenas nada.
Y es que uno sigue pensando que acertó al elegir esta Casa
para escribir, tanto tiempo como su propietario decida
seguir aguantando mi forma de ser y yo la suya. Que no es
tarea fácil. Máxime cuando los dos sabemos sobradamente que
contamos con muchos individuos dispuestos a llevarnos la
contraria por sistema, por decirlo amablemente; y si embargo
no pocas veces mostramos nuestros desacuerdos en cómo
combatirlos.
Por lo cual creo que sería absurdo por mi parte, como
ustedes comprenderán, continuar defendiendo a ultranza al
político más valorado de esta ciudad, valorado y votado, de
sus enemigos más encarnizados, si éste prosigue dando
también pruebas evidentes de apreciarnos menos de lo debido.
Porque a mí, a medida que he ido cumpliendo años, me ha dado
por aferrarme cada vez más a lo que decía el general
Miranda, que no dudaba en proclamar lo siguiente: “A los
que me quieren, los quiero; a quienes no me quieren, que me
respeten; y a los que no me respetan, que me teman”.
Así, la próxima vez que se me vuelva a insinuar por parte de
alguien perteneciente al grupo de los que mandan, lo bueno
que sería que mi pluma se dedicara a hacer de la lisonja una
labor diaria al servicio de los suyos, la respuesta será
manifiestamente contundente: no escribo yo, excepto cuando
me sale de los... adentros, a favor de nadie.
No vaya a ser que con el paso del tiempo, a cualquier
político amante de las sutilezas y capaz de hacer de la
hipocresía la vaselina de las relaciones sociales, le dé un
día por referirse a mí cual escribidor sublime. Y seguro que
volvería a morirme.
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