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OPINIÓN - DOMINGO, 13 DE JUNIO DE 2010

 

OPINIÓN / EL OASIS

El mundial de las galletas María
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Hablando de los mundiales de fútbol, cuando toca, se me ha preguntado muchas veces de cuál conservo los más vivos recuerdos. Y no dudo en responder que la palma se la lleva el celebrado en Brasil, en 1950. Y en cuanto lo digo, noto inmediatamente la extrañeza que produce entre los asistentes. Y, a renglón seguido, éstos me miran como si creyeran que intento quedarme con ellos con esta boutade. Es decir, con una afirmación chocante donde las haya para tratar de confundirles. Y el siguiente paso es explicarles los motivos de mi contestación.

En 1950 llevaba yo ya vividos diez años de niñez rodeado de miseria y sufrimiento, epidemias, sarna, chinches, piojos grises, colas de indigentes frente a la sopa sobrante de un cuartel, trajes vueltos, retales, sobras... Una vida rancia y triste y en la que el fútbol servía para conllevar las desgracias. Para hacer más llevadera una época de posguerra donde el hambre y el estraperlo destacaban por encima de todas las cosas. Por lo tanto, absurdo sería prohibirles a esos años de mi existencia la necesidad que tienen de figurar en sitio preferente en la alacena de mi memoria.

Y es ahí, en ese pequeño armario empotrado en la sesera, donde permanecen vivos y coleando los recuerdos del partido España-Inglaterra. El gol de Zarra que terminó inmortalizando a Matías Prats. Y una alineación que soy capaz de recitar de memoria y, sin embargo, jamás podría hacer lo mismo con ninguna otra de ningún otro Mundial de Fútbol.

A veces, en cuanto me he referido a este asunto, no ha faltado la persona que ha creído que yo iba de farol y me ha pedido que dijera los nombres alineados, entonces, por Benito Díaz. Aquel seleccionador del que decían que fue el primero que se dio cuenta de que los equipos se hacen grandes a partir de una buena defensa. Y allá que acepto el reto de hablar de Ramallets; Alonso, Parra, Gonzalvo II; Gonzalvo III, Puchades; Basora, Igoa, Zarra, Panizo y Gainza.

Precisamente, la última vez que vino Matías Prats a Ceuta con la intención de dar una conferencia de fútbol y le hicieron, en contra de su voluntad, hablar de cuestiones militares, le pregunté yo, antes del desacuerdo que tuvimos, por cómo vivió él aquella aventura de Maracaná. La que le catapultó a la fama radiofónica. Y él, que era más largo que el toreo de Luis Miguel Dominguín, quiso conocer si en mi casa había radio en aquella época. Porque, según él, tenerla era un síntoma de vivir bien.

Y le contesté que no. Que su voz me llegaba a través de la radio de una viuda medio riquita, casada nuevamente con un hombre mucho más joven que ella y que al ser amigo de mi familia nos había invitado no sólo a oír el partido en su casa sino también a merendar galletas María y café auténtico con leche.

Cuando tenía yo al gran Matías Prats embebido en la muleta del túnel del tiempo, llegó un individuo, con cara de estreñido, que le dijo que dejara de hablar conmigo. Y, a pesar de las protestas educadas del señor Prats, se lo llevó en volandas hacia el sitio en el cual debía hablar de tanques y armas modernas. Y no tuve el menor inconveniente en criticar al maestro. Porque le admiraba y no entendía cómo no se había rebelado ante quien le estaba birlando el disfrutar de los recuerdos de su mejor actuación futbolística en un Mundial. El de 1950. Mi Mundial.
 

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