Hablando de los mundiales de
fútbol, cuando toca, se me ha preguntado muchas veces de
cuál conservo los más vivos recuerdos. Y no dudo en
responder que la palma se la lleva el celebrado en Brasil,
en 1950. Y en cuanto lo digo, noto inmediatamente la
extrañeza que produce entre los asistentes. Y, a renglón
seguido, éstos me miran como si creyeran que intento
quedarme con ellos con esta boutade. Es decir, con una
afirmación chocante donde las haya para tratar de
confundirles. Y el siguiente paso es explicarles los motivos
de mi contestación.
En 1950 llevaba yo ya vividos diez años de niñez rodeado de
miseria y sufrimiento, epidemias, sarna, chinches, piojos
grises, colas de indigentes frente a la sopa sobrante de un
cuartel, trajes vueltos, retales, sobras... Una vida rancia
y triste y en la que el fútbol servía para conllevar las
desgracias. Para hacer más llevadera una época de posguerra
donde el hambre y el estraperlo destacaban por encima de
todas las cosas. Por lo tanto, absurdo sería prohibirles a
esos años de mi existencia la necesidad que tienen de
figurar en sitio preferente en la alacena de mi memoria.
Y es ahí, en ese pequeño armario empotrado en la sesera,
donde permanecen vivos y coleando los recuerdos del partido
España-Inglaterra. El gol de Zarra que terminó
inmortalizando a Matías Prats. Y una alineación que
soy capaz de recitar de memoria y, sin embargo, jamás podría
hacer lo mismo con ninguna otra de ningún otro Mundial de
Fútbol.
A veces, en cuanto me he referido a este asunto, no ha
faltado la persona que ha creído que yo iba de farol y me ha
pedido que dijera los nombres alineados, entonces, por
Benito Díaz. Aquel seleccionador del que decían que fue
el primero que se dio cuenta de que los equipos se hacen
grandes a partir de una buena defensa. Y allá que acepto el
reto de hablar de Ramallets; Alonso, Parra,
Gonzalvo II; Gonzalvo III, Puchades;
Basora, Igoa, Zarra, Panizo y Gainza.
Precisamente, la última vez que vino Matías Prats a Ceuta
con la intención de dar una conferencia de fútbol y le
hicieron, en contra de su voluntad, hablar de cuestiones
militares, le pregunté yo, antes del desacuerdo que tuvimos,
por cómo vivió él aquella aventura de Maracaná. La que le
catapultó a la fama radiofónica. Y él, que era más largo que
el toreo de Luis Miguel Dominguín, quiso conocer si
en mi casa había radio en aquella época. Porque, según él,
tenerla era un síntoma de vivir bien.
Y le contesté que no. Que su voz me llegaba a través de la
radio de una viuda medio riquita, casada nuevamente con un
hombre mucho más joven que ella y que al ser amigo de mi
familia nos había invitado no sólo a oír el partido en su
casa sino también a merendar galletas María y café auténtico
con leche.
Cuando tenía yo al gran Matías Prats embebido en la muleta
del túnel del tiempo, llegó un individuo, con cara de
estreñido, que le dijo que dejara de hablar conmigo. Y, a
pesar de las protestas educadas del señor Prats, se lo llevó
en volandas hacia el sitio en el cual debía hablar de
tanques y armas modernas. Y no tuve el menor inconveniente
en criticar al maestro. Porque le admiraba y no entendía
cómo no se había rebelado ante quien le estaba birlando el
disfrutar de los recuerdos de su mejor actuación
futbolística en un Mundial. El de 1950. Mi Mundial.
|