A ocho kilómetros al noroeste de
Cork se encuentra el pueblecito irlandés de Blarney. En lo
alto de la muralla del castillo que allí existe, hay una
piedra triangular –la “piedra Blarney”- con el nombre de su
constructor y la fecha de su edificación. Cuenta la
tradición que el que bese la piedra Blarney poseerá el don
persuasivo de la elocuencia. No es fácil lograrlo porque la
única manera de alcanzar la piedra es colgándose boca abajo,
de una forma muy difícil. Por eso cuando alguien posee un
“pico de oro” se dice que ha besado la piedra Blarney y a
los discursos se les llama Blarney (labia).
Más de una vez he escrito lo bien que le vendrían a los
políticos el darse una vuelta por Blarney para mejorar su
oratoria. Sí, ya sé que para que se produzca el milagro han
de situarse en una postura arriesgada. Pero merece la pena
echarle valor a cambio de regresar hablando con un estilo
inmejorable.
Buffon (nada que ver con el portero italiano)
sentenció: “El estilo es el hombre. ¡Todo el hombre!”.
Quería decir que el estilo no es más que el orden y el
movimiento que el hombre pone en la organización de sus
propias ideas. Y alguien, que sabía de qué va la cosa, nos
dijo: “Que es cierto también que, para que sea
verdaderamente estilo, ha de poseer, al menos, uno de los
dos grandes recursos tradicionalmente requeridos para
seducir a una mujer: el arte de agradar y el arte de
interesar. Eso, pues, es el estilo: el arte de la
seducción”.
Saber hablar, y hacerlo bien en público, debe ser lo más
principal en un político. Porque lo que cuenta no es lo que
se dice, sino como se dice. Ahí radica el supremo misterio
del estilo. Y así lo entendió, a la vejez viruela, aquella
mujer de un político francés, que había llegado a ser
ministro de la Tercera República. Resulta que en la
intimidad del hogar su marido le parecía vulgar, vacío,
insignificante. Y en vista de que estaba ocupada en
discurrir de un salón a otro, de una boutique a otra, se le
ocurrió un día la insólita idea de asistir a una discusión
parlamentaria. Entró en el Parlamento cuando su egregio
marido estaba pontificando desde el banquillo azul. Se
sentó, miró y escuchó. ¡Y comprendió! Comprendió cuál había
sido, al menos para su consorte, el secreto del éxito. El
hombre sabía hablar. Sabía decir las cosas más banales de
manera interesante, y las cosas aburridas, de manera
agradable. Era un seductor de profesión.
La última vez que escribí al respecto, en septiembre de
2006, fue para decir que en la política local me resultaba
imposible destacar a dos políticos capaces de llamar la
atención cuando hablaban en público. Políticos que
despertaran nuestro interés e hicieran posible que
decidiéramos oírles con suma atención. Una triste realidad,
que evidenciaba la incuria en quienes, por sus cargos,
estaban obligados a dar la talla en todos los aspectos.
Han transcurrido cuatro años desde que me dio por escribir
del asunto, y sigo viendo las mismas carencias cuando oigo
discursear a los políticos de esta tierra. Apenas dos o tres
se defienden con su oratoria. Y, por tanto, se les entiende.
Aunque lo de seducir no está, ni mucho menos, al alcance de
ninguno.
De manera que, con tanta escasez de labia, no debe extrañar
que el presidente de la Ciudad, Juan Vivas, parezca
un ruiseñor. Aunque tampoco le vendría mal darse una vuelta
por Irlanda para besar la piedra Blarney. O sea.
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