El jueves tuve la oportunidad de
saludar a Conchita Íñiguez. Y ella, con la
espontaneidad que le caracteriza, me puso al tanto de que
había estado con su marido, que es Pedro Gordillo,
unos días en Murcia. Visitando a los niños. Y que habían
disfrutado muchísimo de la estancia en tierras murcianas.
A mí me alegra que Conchita y Pedro, en cuanto me ven, que
son pocas veces, me demuestren la simpatía que dicen
tenerme. Y hasta me sienta bien que me recuerden que esa
simpatía lleva consigo un porcentaje grande de afecto. Y
debo decir también, que, cuando hablo con ellos se me viene
a la memoria, inmediatamente, lo poco que te quiere la gente
cuando las cosas te van mal.
Y me dan unas ganas locas de preguntarles si ellos han
pasado por ese trance tan amargo de los desaires recibidos
por parte de las personas que antes se les ofrecían hasta
para limpiarles el... cuarto de estar. Pero me contengo.
Pues tampoco es conveniente hurgar en una herida que lleva
todas las trazas de estar en un proceso de cicatrización
avanzado.
Eso sí, cualquier día, cuando se nos presente la oportunidad
de compartir nuevamente unos minutos de cháchara, tendré a
bien contarle a ambos lo mucho que ha cambiado la tertulia a
la que Pedro asistía cada dos por tres. En la que cuando
llegaba era recibido con el alborozo consiguiente. Y en la
que los había deseando ser comisionados, si así se hubiera
decidido, para llevarle bajo palio desde el Ayuntamiento a
la sala de estar del hotel.
En esa tertulia hemos quedado algunos de los que
compartíamos el aperitivo con él y nos permitía verle en su
salsa. Y, por tal motivo, se le podían decir verdades como
puños. Y que Gordillo aceptaba de muy buen grado. A pesar de
que se le achacara estar en posesión de mucho poder. Y de
que siempre saliera a relucir que había que cuidarse
muchísimo de sus salidas de tono.
En esa tertulia de la cual hablo, con sede en un
establecimiento céntrico, los ha habido que han dado
muestras evidentes de ser personas de poco fiar. Aunque,
lógicamente, tengo todo el derecho del mundo a reservarme
sus nombres. Ya que el miedo es libre. Personas que en la
época de esplendor de Gordillo le tiraban de la levita a
cada paso y hasta repetían sin parar lo de a mandar don
Pedro que para eso estamos... Y, desde que ocurrió lo que
ocurrió, han dado en la manía de cambiar sus costumbres
radicalmente. Y hasta tengo entendido que han estado a punto
de cambiarse de nombres.
Y a veces, cuando llego a mi cita en el sitio de marras,
pienso en que puede que haya infinidad de lugares en la
tierra en los que se recomienda la discreción, pero no sé si
con tan alarmante vehemencia como en éste; como si el vecino
de al lado fuera el más peligroso espía y delator, en un
estado de permanente alerta social. Y lo primero que se me
ocurre es reírme.
Y lo hago, Pedro, porque es la mejor manera para no desertar
de un establecimiento donde hay empleados a los que les
tengo el afecto debido. Mas creo que antes o después dejaré
de frecuentar un lugar que, desde que tú perdiste la
condición de político poderoso, se ha convertido en sitio
donde la gente antes de expresarse mira hacia los lados con
el miedo pegado a los talones. En fin, que aprovechando el
haber hallado a Conchita el jueves pasado y habiendo sabido
que estás bien, he decido anticiparte algo.
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