Que José Mourinho esté a
punto de ser el entrenador del Madrid es el comentario
generalizado. Es la noticia más esperada. Y propicia que las
habladurías se disparen en contra y a favor de un fichaje
que los madridistas, fetén, debiéramos aceptar como la
decisión más juiciosa que va a tomar Florentino Pérez.
El entrenador portugués es un tipo que se pasa por la
taleguilla los prejuicios de clubes como el Madrid que han
dado en la manía de preconizar que al fútbol se ha de jugar
vestido de frac. Ese fútbol que nos explica Jorge Valdano
y que no compartimos.
En el fútbol, sin duda, lo primero es ganar. Porque es
ganando cuando el buen juego irrumpe en el césped. Por la
enorme confianza que los triunfos conceden a los ganadores.
El Madrid jamás podrá jugar como lo viene haciendo el
Barcelona. Pero en la capital del reino se empeñan en que se
plagie al equipo azulgrana. Craso error.
Con la llegada de Mourinho al banquillo madridista se
conseguirá que la disciplina sea férrea. De modo que los
componentes del vestuario sepan que quienes cizañan,
indisponen y crean mal ambiente serán condenados al
ostracismo.
Es necesario, por más que parezca una contradicción en los
tiempos que corren, que el entrenador sea, cuando la ocasión
lo requiera, un dictador. De no ser así, el vestuario
terminará siendo gobernado por jugadores como Guti:
irresponsables que le sirven a la prensa para contarnos cada
día el cuento del alfajor futbolístico.
Lo de Mourinho es de sombrerazo. Triunfa en Portugal,
triunfa en Inglaterra y logra mil vueltas al ruedo en una
plaza tan complicada como es la italiana. A Mourinho, pues,
le duelen los huevos ya de salir a hombros en cosos tan
reputados. Y si ha decidido venir a España y, concretamente,
al Madrid es porque anda sobrado de conocimientos y recursos
para salir victorioso del reto que ha decidido afrontar.
Hacer que los madridistas ganen todo lo que merecen ganar
por su potencial económico y por la historia que atesora la
entidad.
Ahora bien, a Mourinho le esperan en Madrid como si fuera
José Bonaparte. De manera que lo tacharán de todo lo
malo habido y por haber para desequilibrarle y hacerle ver
que su fichaje está mal visto. Que es un trágala. Y que en
Madrid cavará su tumba. Que en la capital de España sus
métodos serán detestados a cada paso. Porque los madridistas
no conciben que a su equipo lo dirija un portugués que fue
jugador mediocre y con autoridad para hacer, por ejemplo,
que Etoo y Pandev se sacrifiquen defendiendo
como si fueran futbolistas meritorios.
Y saldrá Tomás Roncero, vestido de viquingo, ropaje
que le sienta de maravilla, pidiendo su destitución a los
dos días; y Alfredo Relaño hará todo lo posible para
ir deteriorando la imagen de un ganador que necesita
tranquilidad para repetir en Madrid lo que ya es habitual en
él: ganar, ganar y ganar...
Y, por si todo lo dicho no fuera suficiente para denigrar la
labor de un entrenador con una personalidad arrolladora,
intervendrá un tal Segurola que habla y escribe de
fútbol como si hubiera vivido veinte años sentado en un
banquillo. Y por detrás de todos ellos, amparados en la
sombra de una forma de ser taimada por excelencia, actuarán
Valdano, Butragueño y Pardeza: adalides de la
hipocresía y con más tonterías que un mueble bar.
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