Terminado El Rocío, uno espera que
pronto nos diga el Servicio de Protección de la Naturaleza (Seprona)
de la Guardia Civil los caballos que han muerto porque el
que va arriba (el jinete) es más burro que el de abajo,
según dicen los expertos.
El año anterior, según estadísticas fiable, fueron 23 los
caballos que murieron, sin contar con los que volvieron a
sus cuadras para morirse por haber estado sometidos a un
trato brutal. Faltos de cuidados, carentes de alimentos y
deshitrados. Y, sobre todo, debido a que hay jinetes que se
pasan horas y horas encima de su cabalgadura y exponen a
éstas a un sol inclemente.
La primera y única vez que estuve en El Rocío, me di cuenta
de cómo los nuevos ricos trataban por todos los medios de
imitar a los señoritos. Una especie que, afortunadamente, se
ha ido extinguiendo en una Andalucía donde sobraba el
comportamiento de éstos. Aunque conviene decir, cuanto
antes, que los señoritos, por más calaveras que fueran,
amaban a los caballos y jamás hubieran consentido causarles
daños irreversibles.
El año anterior, tuve la ocasión de exponerle a José
Antonio García Ponferrada, tan aficionado al arte
ecuestre, el drama de El Rocío. Y me respondió que la muerte
de una veintena de caballos en una cita a la que suelen
concurrir casi 100.000, es cantidad que entra dentro de los
cálculos previstos por comportamientos de imbéciles que no
saben lo que hacen. Respuesta que no me satisfizo.
Al Rocío yo quiero ir... Dicen los rocieros. A profesarle mi
fe a la Blanca Paloma. Y, de paso, a divertirme y evadirme
de los problemas diarios y a disfrutar de una vida de un fin
de semana en pleno campo y de una casa donde me canten y me
bailen y me doren la píldora si acaso soy un rico o bien
político poderoso de cualquier provincia.
Y si se encarta, el nuevo rico o el poderoso político
aceptarán la invitación de convertirse en jinete de un
caballo bueno y noble, que le permitirá lucir palmito en esa
romería de vanidades. Y, desde luego, su paseo sobre la
montura será una carga más de las que causarán la muerte del
animal. Sin que el improvisado jinete, tan altivo encima del
caballo, se sienta culpable de estar participando en su
muerte.
La muerte de los caballos por malos tratos en el Rocío,
debería causar un malestar tan grande como para impedir que
los caballos sean tenidos como parte principal de una fiesta
tan mariana. A mí, al menos, me produce náuseas comprobar
que los rocieros dan por bueno que en esa romería mueran
tantos animales mientras los romeros piden fervorosamente
ayuda a una Virgen a la que idolatran. Las plegarias,
créanme, no tienen sentido.
Como tampoco tiene sentido, de ninguna de las maneras, que
en tiempos de crisis haya políticos que se dejen ver en esa
fiesta acompañado de un boato que pone a la gente de mala
leche. Lo cual es axioma. Es decir, una verdad que no
necesita demostración.
Pero que a mí, por estar en la calle y atento a oír los
comentarios de los ciudadanos, me obliga a decirlo. Que es
mejor que pasarlo por alto. En fin, que ojalá el Servicio de
Protección de la Naturaleza (Seprona) de la Guardia Civil
nos diga muy pronto que en esta ocasión no hubo que lamentar
la muerte de ningún caballo. Sería un milagro.
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