La vida es diversidad que ha de
converger en lugar de divergir. Sólo hay que mirar y ver.
Cohabitamos, queramos o no, en un mar de variedades
lingüísticas, religiosas, culturales. Las cuerdas que
amarran el respeto de unos por otros son, en general,
cuerdas de necesidad; como dijo el escritor francés Blaise
Pascal. No en vano, cuando los que mandan pierden las
formas, los que obedecen también extravían la consideración
hacia los que rigen. Algo parecido viene pasando ahora en el
mundo. Se han perdido tantos fondos humanos, por no tener en
cuenta la dimensión integral de la persona, que el desorden
social contribuye a separarnos aún más. Son muy pocos los
que en verdad luchan por confluir las diversidades en el
bien común.
El mundo, todo el mundo, tiene que caminar al encuentro de
la diversidad y aceptar la diferencia. Un grupo de relatores
independientes de la ONU destacó recientemente el vínculo
indisoluble entre la diversidad cultural y el respeto a los
derechos humanos. Esa tolerancia hacia la pluralidad sólo
puede prosperar en un ambiente de respeto a la libertad de
expresión, al libre flujo de información y a la protección
contra todo tipo de discriminación. Ciertamente, la lucha
por la liberación del ser humano le queda todavía un largo
camino. Al enjambre de relativistas culturales y filosóficos
que niegan que todos los valores sean universales, hay que
sumarle otras bandas que barren para sí los derechos,
obviando la universalidad de los mismos, junto a una
multitud crecida que olvida la relación entre derechos y
responsabilidades.
Somos un planeta diverso de vida diversa, donde todos somos
precisos y necesarios. La diversidad biológica, que permite
la combinación de múltiples formas de vida, tiene mutuas
interacciones con el entorno, que es lo que acrecienta y
sustenta la existencia. Esto nos obliga a reforzarnos como
pueblo que se ayuda, que coopera y propaga el diálogo,
reemplazando las barreras de la desconfianza por puentes de
recíproca comprensión. Hay, pues, que apostar por hacer
realidad que converjan las diversas culturas y activar la
libertad de culto, porque el diálogo interreligioso e
intercultural no es una elección más, es una exigencia
vital. Unidos, nos mantendremos en pie; divididos, nos
caeremos. Lo cruel será el día en que no podamos levantarnos
más, por golpearnos unos contra otros, o sea, todos contra
todos. De nada servirá entonces el arrepentimiento. Será
tarde.
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