A los hombres hay que juzgarles
según su infierno. Es cita que comparto. En momentos donde
la crisis económica parece que es la gran pira dispuesta
para que José Luis Rodríguez Zapatero arda como un
endemoniado. A quien no se culpa de semejante decadencia
económica, faltaría más, sino que se le condena por no haber
puesto a tiempo los medios suficientes para paliarla. Pues
atajarla nunca estuvo ni estará a su alcance. En estos
momentos, repito, me acuerdo del infierno por el cual
pasaron otros presidentes.
A Suárez, en toda su gloria, se le subió el poderío a
la cabeza. Lo cual y aunque ya suene a tópico, es normal; si
nos atenemos a lo que dicen del poder: que es el más fuerte
de los afrodisíacos. Y es que, llegado a un punto, cuando ya
su obra podía considerarse concluida, Suárez se resistió a
admitir que ya había cumplido su ciclo. Y entonces, no sólo
le abandonaron los suyos, barones traidores y oportunistas
en muchos casos, sino que hasta Carmen Díez Rivera, tan
entregada a él como jefa de la secretaría, lo tachó de
ambicioso y manipulador ante las autoridades británicas. De
tal infierno nos quedó su gallarda estampa ante la irrupción
del golpista Tejero en el Congreso de los Diputados.
Cuando parecía que íbamos a echar de menos la figura de un
Suárez apuesto, simpático, locuaz, maniobrero, surgió la
personalidad arrolladora de Felipe González. Quien,
con hábil pulso y sentido de la jugada, situó su partido en
el centro y ganó las elecciones de calle. Y, además, lo hizo
convenciendo a los políticos más izquierdistas de la época
que si no aceptaban su juego lo iban a tener crudo en todos
los sentidos. Y es que FG lo tenía todo atado y bien atado
con El Gran Hermano americano; o sea, con el gran capital. Y
por si no lo entendían, tanto propios como extraños, no tuvo
el menor inconveniente en aclarar la situación: “Prefiero
morir apuñalado en el metro de Nueva York que un campo de
concentración de Rusia”. González tuvo su infierno después
de celebrarse los fastos de la Expo y la Olimpiada del 92,
en los que el gobierno tiró la casa por la ventana. Padeció,
cómo no, su crisis económica. Algo inherente a una España
que siempre ha sido un país pobre. Sufrió el drama de tener
tres millones de parados y el consiguiente malestar social.
Apareció la corrupción. Y el descrédito del gobierno llegó
por medio de Juan Guerra, Filesa, Roldán, GAL,
fondos reservados, etcétera. De cuando Felipe González era
candidato a ser pasto de las llamas, nos queda la certeza de
que éste ha sido el mayor talento político de nuestro siglo.
José María Aznar parecía que no estaba destinado a
ser nadie como político. Bajito, con tiques que dejaban ver
complejos no neutralizados, supo, sin embargo, dar la talla
cual político maduro, sereno y equilibrado. La pena fue que
le permitieron poner las piernas encima de una mesa del
rancho de los Bush y se creyó el rey del mundo. Su
infierno fue Iraq y elegir a Rajoy como su sucesor.
Volvemos a Zapatero. Su momento infernal se debe que el
capital le había dicho muchas veces que estaba equivocado. Y
él, no obstante, siguió convencido de que los ricos hablaban
por hablar. Y no dudó en seguir faroleando. Ahora, los
poderosos le han echado un órdago que lo ha dejado tocado de
un ala. Si vuelve a volar, misión que se nos antoja
imposible, habrá que rendirle pleitesía.
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