Europa tiene que tomar un nuevo
rumbo y la Unión debe hacer honor al nombre. No hay tiempo
que perder. Los deberes continúan sin hacerse. Todo queda en
la palabra. La apuesta por las energías renovables debe ser
contundente y los gobiernos han de propiciar que así sea
haciéndolas rentables. La energía es fundamental en nuestro
diario de vida y los consumidores tienen que tener diversas
opciones para poder elegir. Por ello, el que más de 1.600
ciudades de 36 países diferentes se hayan comprometido, ante
el Parlamento Europeo, para aumentar su eficiencia
energética y reducir sus emisiones de gases contaminantes en
el marco del llamado “Pacto entre Alcaldes”, es una buena
noticia, que debe extenderse por todos los pueblos y
ciudades. La revolución verde nos incumbe a todos y a cada
uno de nosotros. Ciertamente, el mundo requiere ese cambio,
que nunca llega y se diluye en el tiempo. El compromiso de
reducir para 2020 las emisiones de gases de efecto
invernadero en un 20%, con respecto a los niveles de 1990,
sobre todo mediante un mayor recurso de las energías
renovables y un menor consumo energético, mucho me temo que
de seguir así no se cumplirá.
La Unión debe seguir creciendo y abrirse a otros países como
Turquía. Hay que tender la mano y no cesar en las
negociaciones. Europa unida es toda ella, sin exclusiones, y
hay que portar ese sentimiento positivo de alianza, puesto
que el mero interés jamás ha forjado uniones duraderas. Nada
hay más terrible que el rechazo y una ignorancia activa.
Precisamente, ante el retraso europeo en centros de
educación superior, el “comité de sabios” acaba de proponer
con carácter urgente desarrollar una red al máximo nivel de
establecimientos de educación superior que puedan competir
con los mejores del mundo. Está visto que las oportunidades
de educación y formación, a través de los programas de
formación, de movilidad de estudiantes y cooperación entre
universidades, en absoluto generan personas altamente
cualificadas. Como dijo Machado: todo lo que se ignora, se
desprecia; y en la Unión Europea la desconsideración hacia
el auténtico saber es tan notorio como público. Europa ha
perdido la sabiduría, esa que nos ayuda a vivir, y a lo sumo
ha ganado un conocimiento más sectario que libre, bajo el
denominador mercantilista de todo se compra y se vende.
Europa ha conseguido, endiosando el euro como único
salvavidas, acrecentar la esclavitud del servilismo a la
máxima potencia. Es verdad que el euro habla un lenguaje que
entienden todas las naciones, por muy singular que sea, y
que puede inyectarnos tanta alegría como el amor, pero
también tanto dolor como la muerte. Causa espanto el
movimiento que genera el susodicho peculio. Los ministros de
Economía y Finanzas no escatiman reuniones para protegerle e
injertarle estabilidad, fortaleza y solvencia en el mundo;
pero, a mi juicio, olvidan socorrer lo más importante del
engranaje, al ser humano, que no sólo vive del euro, también
necesita de otras cosas que el dinero no las puede comprar.
Evidentemente, el capital no debiera serlo todo y habría que
convenir emplear otras humanidades más estéticas. Así, por
ejemplo, hoy llamamos bello a aquello que nos deja dinero en
lugar de aquello que nos levanta el espíritu a nobles
aspiraciones. Los efectos de la confusión generan sus
frutos. Esta es la prueba: nos afana que el euro, una moneda
joven, pueda resultar debilitada frente a tormentas como la
desatada en la eurozona a raíz de la crisis griega; y, sin
embargo, permanecemos pasivos ante el debilitamiento de la
dignidad del ser humano. Somos así, centramos todas las
energías en la cuestión económica, en recolectar euros de
cualquier modo y manera, y no se nos ocurre pensar en la
riada de jóvenes, y menos jóvenes, que están desempleados.
Los hechos son los que son, y la única verdad, es una
realidad dura para muchos europeos. Quizás más que nunca
Europa necesita oxigenarse de liderazgos políticos claros.
El cuento de las reformas estructurales es el cuento de la
necedad y de nunca empezar. La mayor porción de factura de
la crisis, el mismo déficit causado en parte por el
despilfarro de gobiernos, siguen pagándola los pobres.
Europa debe ser algo más que una moneda única. Tan
importante como el euro es propiciar una sociedad integrada
e integradora, cohesionada y entroncada con el espíritu
humanitario. Para muestra este botón. Los gobiernos europeos
han prometido a los países más vulnerables del mundo cumplir
con los objetivos de desarrollo del milenio de Naciones
Unidas en 2015. Cuando restan cinco años para que expire el
plazo marcado, el grado de cumplimiento alcanzado es muy
desigual y el umbral de la pobreza en Europa se dispara.
La Unión Europea no puede caer en el desánimo, tiene que
capitanear el cambio en el mundo y dar oxigeno antes que al
sector de las finanzas al mundo de los excluidos, que son
seres humanos, independientemente de la raza, la religión o
las convicciones políticas. Hay que encontrar remedio a los
desequilibrios existentes entre los mismos Estados miembros.
El capital humano –como dice el “comité de sabios”- es el
instrumento estratégico clave para asegurar el éxito en la
economía mundial. Y, sin embargo, Europa ha perdido mucho
terreno en la carrera hacia una economía del conocimiento,
que es el que nos hace responsables. Por desgracia, la
mediocridad es lo que hoy abunda y la falta de conciencia
europeísta. Es tiempo de rectificar y de reconducirnos hacia
un nuevo modelo de Europa, más unida y más coordinada con la
iniciativa ciudadana, con la justicia y derechos de los
ciudadanos, con el medio ambiente, con las regiones y el
desarrollo local, con el empleo y los derechos sociales, con
la cultura, educación y juventud, con la energía y los
recursos naturales…El mal no está en tener faltas, sino en
no tratar de enmendarlas. La idea aristotélica de que el
género humano tiene, para saber conducirse, el arte y el
razonamiento, puede servirnos para tomar orientación, que ya
es algo-bastante.
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