Dicen que Hoda Shaarawi murió en 1947, pero yo no lo creo: a
diario la sigue matando la reacción islamista a escala
mundial, con la ayuda inestimable de presuntas feministas
occidentales.
En 1923, Hoda se quitó el velo –con la consiguiente
conmoción en la sociedad egipcia–, coherente con el esfuerzo
de toda su vida, no sólo por aligerar de jarapales a las
mujeres, sino para dignificar y mejorar su existencia, como
seres humanos de pleno derecho, buscando al tiempo la
modernización de su país.
Traicionada en sus expectativas, ya en 1924, por su propio
partido –el Wafd– continuó luchando hasta el fin de sus días
por la liberación de la mujer, pero todo se ha perdido.
El aluvión integrista caído primero sobre los árabes y de
seguida sobre los demás musulmanes desde 1970 (año de la
muerte de Naser) ha arrasado con todo: en Egipto, la
práctica totalidad de las musulmanas se ha encasquetado –o
más bien les han encasquetado– el aquí mal llamado velo, y
la represión personal, familiar, social ha llegado a España
en el hatillo de los inmigrantes y en el entreguismo de una
sociedad desinformada y presta a ceder en cualquier terreno
con tal de no responsabilizarse de nada.
La última guinda la acaba de poner el portavoz de la
Conferencia Episcopal pronunciándose a favor de la pañoleta
islámica en los colegios: están frescos si creen que con
estas fintas tácticas van a salvar lo que queda del
crucifijo dentro y fuera de las aulas.
Si acaso, aburrirán y desmoralizarán aún más a la parroquia,
harta de tacticismos. El Corán establece en dos pasajes
(24-31 y 33-53) la conveniencia de que las mujeres de Mahoma
y las creyentes se cubran con el manto, pero también sabemos
que la rigurosa separación de sexos (uno de los objetivos
del hiyab) y el encerramiento de las mujeres no se remontan
a los primeros tiempos del islam, sino que son adiciones
posteriores, con posibles influjos ajenos.
Pero el problema que traen a la puerta de nuestra casa no es
si los musulmanes son más o menos fieles a la imaginaria
pureza de los inicios de su fe, sino la imposición por la
vía de los hechos consumados de una costumbre que va mucho
más allá del capricho individual y que ha funcionado durante
catorce siglos con una arbitrariedad ejemplar: en el Egipto
que Hoda quería –y que en alguna medida existió– nadie
dudaba del carácter musulmán de cuantas mujeres vestían “a
la occidental” (cualquiera de un cierto nivel cultural); en
la Edad Media, las cristianas tenían prohibido usar el velo,
no como muestra de libertad sino como signo infamante y por
el contrario, en la actualidad, hasta a las cristianas (v.g.
en Indonesia) se está forzando a emplearlo.
Coherencia inencontrable y, sin embargo, los musulmanes,
conscientes de enfrentarse a una sociedad –la española–
dominada por el escapismo y la ignorancia, presentan el
negocio del hiyab como si fuera de vida o muerte, ineludible
y sin discusión.
Argumentar con el Corán en un instituto español que nada
tiene que ver con él y que posee sus propias normas es poco
serio. En el islam, como en la cristiandad, arbitrariedades
y cambios en el uso de prendas de cabeza han sido
constantes, única norma general: el fez, que en el siglo XX
parecía tan antiguo en Egipto, en realidad había sido
implantado en el Ejército en 1823, como sustituto del
turbante, cuyo prestigio venía de la medieval época mameluca
y cuyo empleo por mujeres en los mismos años había provocado
la ira de los integristas de entonces, acentuándose las
modificaciones vestimentarias a partir de 1850; el turbante
blanco simbolizaba en la Granada nazarí el estatus de imanes
y alfaquíes, mientras que en centurias anteriores las gentes
del común se tocaban la cabeza con la gifara (bonete) roja o
verde. La misma variedad se daba con los colores, que ahora
no podemos abordar.
Aquí y ahora, la imposición de la pañoleta, como signo
externo de significado fuerte que es, busca en primer
término el aislamiento de la niña/mujer de todo entorno
social ajeno a sus familiares inmediatos y, en segundo
lugar, la ocupación del espacio público mediante la
provocación continuada, repitiendo gestos intimidatorios y
si un día amenazan a quienes repudian sus actos (Robert
Redecker, caricaturistas daneses, Ayaan Hirsi, Magdi ‘Allam
y un larguísimo etcétera), otro pretenden incautarse por la
vía de los hechos de la catedral de Córdoba, antigua
mezquita. Con ellos no van los derechos y normas ajenas.
Una palabra final sobre políticos y pañoletas. En 2002,
saltó a la prensa (bien orquestada la maniobra y hasta con
funcionarios marroquíes asomando) el caso de la morita de El
Escorial y Gallardón acudió solícito y feliz en apoyo de la
sinrazón.
Ahora, autotitulados progresistas jalean impávidos actitudes
ultrarreaccionarias. Gabilondo, el supuesto ministro de
Educación, siempre heroico, ha plañido un poco por “el
derecho supremo a la educación”, que nadie niega, pero
cumpliendo las normas.
Del mismo modo, la gavilla de señoritas socialistas con
cargos y sueldos acude al quite, entusiastas de enyesar a
otras mujeres bajo trapos discutidos y discutibles,
afirmando alguna que todas las que portan el adefesio lo
hacen voluntariamente y como manifestación de libertad: las
progresistas de carné ni escurrir el bulto pueden en un
capítulo considerado crucial por Rodríguez, su aportación
máxima a la historia del pensamiento universal, la Alianza
de Civilizaciones.
* Catedrático de Literatura árabe
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