Iba a ser ésta la legislatura del pleno empleo, según
prometió Zapatero en su campaña electoral de 2008. Él ya
conocía que había una crisis muy honda; pero mintió a
sabiendas. Después, todo ha ido a peor: duplicamos o más al
resto de los países desarrollados en la tasa de paro; la
Encuesta de Población Activa (EPA) dice que hay 4.612.700
personas desempleadas. Es más de un 20% de quienes estarían
en condiciones de trabajar y no pueden hacerlo; pero
también, mirado desde otro punto de vista, es más del 10%
absoluto del total de los que vivimos en España. Es el drama
mayúsculo para millones de familias, especialmente, para
menores de 30 años y mayores de 45. Es la tragedia de tener
que llegar a la convicción de que uno es inútil, que ya no
sirve para nada; de pensar en qué dará de comer a sus hijos,
o la vergüenza de tener que pedir prestado. Es todo eso y
mucho más lo que ZP no sabe resolver.
Rehén de unos sindicatos ubicados fuera de su verdadero
papel, Zapatero ha encontrado, sin embargo, en ellos un
poderosísimo aliado; y, ahora, a su vez, ha convertido en
prisionero al presidente de la patronal CEOE, el cual,
víctima de sus problemas empresariales, aspira a “portarse
bien” para que el Gobierno le siga ayudando. Llevan todos
ellos más de dos años fingiendo buscar un acuerdo social;
pero todos ellos siguen en sus poltronas, mientras las filas
del Inem crecen y crecen sin parar. ZP y sus secuaces buscan
permanentemente señuelos para distraernos: que si Garzón por
aquí, que si el Estatuto catalán por allá, que si la
igualdad de sexos por acullá o, lo más grave aún, que hay
que seguir dividiendo España. Y, entretanto, esto se hunde,
quién sabe si irremisiblemente. Si yo estuviera en paro y me
dieran a elegir entre seguir así o tener un contrato de
trabajo –aunque éste no me diera derecho a indemnización
alguna–, yo lo tendría muy claro: me pondría a trabajar y
buscaría hacerme imprescindible para mi empresa. Pero ahí
los tenéis, debatiendo sobre gilipolleces, mientras España
se desan
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