Los siete años y meses
transcurridos entre la muerte de Franco y el fallido
Golpe de Estado de Tejero lo vivimos los españoles,
incluso los más desinformados, convencidos de que en
cualquier momento podría armarse un lío monumental. Se
palpaba en el ambiente el temor a que las desavenencias
políticas entre bandos pudieran acabar, como tantas veces, a
tiro.
En ese período de tiempo, que yo viví en distintas ciudades
y de manera intensa, había dos clases de políticos: los
franquistas, que habían hecho carrera en el régimen, y que
concentraban en sus manos todo el poder, y frente a ellos,
los liberales o demócratas, o sea, la oposición, los recién
salidos de las cloacas de la clandestinidad.
Los primeros seguían deshaciéndose en elogios hacia el
muerto. Mientras sus caras se contraían en un puchero y, a
renglón seguido, comenzaban a disparatar contra unos rojos
que, según ellos, venían dispuestos, otra vez, a
provocarlos. Los segundos, en cambio, se jactaban de haberse
embriagado hasta las cachas con champán nada más enterarse
de que el dictador la había diñado. Y prometían, además, que
iban a cambiar España de arriba abajo.
Aquellos chicos de izquierdas, inconfundibles por su
vestimenta, la tan recordada trenca y las camisas de franela
de cuadros, unidos a los señores mayores que procedían del
destierro, con ternos grises y mal cortados, coincidían en
lo siguiente: querían mandar cuanto antes y hacerlo
enarbolando una bandera republicana.
De modo que la gente se percató bien pronto de que dos
bandos irreconciliables, derechas e izquierdas, durante
cuarenta años de la dictadura, estaban decididos a volver a
las andadas: a pelear a muerte por el poder; los unos para
conservarlo y los otros para conquistarlo. Y el canguelo
volvió a ser la nota predominante.
Flotaba en el ambiente un tufillo a vuelta otra vez con lo
mismo. Nadie quería líos. Pero los fantasmas del pasado se
dejaban ver a cada paso como más que posibles urdidores de
otro gran conflicto. En suma: que el pueblo español no las
tenía todas consigo. Menos mal que en esta ocasión tuvieron
a bien intervenir las fuerzas que todo lo pueden: los amos
del dinero. De modo que los americanos, la banca y las
multinacionales principiaron a poner paz y concordia entre
dos bandos que estaban en plan amenazante. Y a la chita
callando movieron los hilos, entre bastidores, para que las
marionetas rojas o azules, se dieran cuenta de que sólo les
cabía una solución: ponerse de acuerdo con el fin de que
ambas partes consiguieran sus objetivos y, de paso, evitar
otro baño de sangre.
Así, y aunque en ambos lados los había renuentes a que
prevalecieran los acuerdos -no conviene olvidar las cosas
que se decían Carrillo y Fraga-, en octubre de
1977 se hizo realidad la famosa ley de amnistía. Fue un día
emocionante y en el cual parecía que los odios cedían paso a
la racionalidad y a la razón. Pero todavía quedaban los
últimos coletazos de una época donde todos vivíamos en vilo.
El coletazo lo dio Tejero. Pues bien, nuevamente, y
aprovechando lo de Garzón y los derechos que tienen
los españoles a descubrir el lugar donde están enterrados
sus muertos de una guerra incivil y darles digna sepultura,
las trifulcas se vienen sucediendo. Y España se pone otra
vez peligrosa. Cainita. Y, por si fuera poco, encima nos
dicen que hay ya casi cinco millones de parados. Lo cual
invita a cavilar.
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