Somos esclavos, tantas veces agradables esclavos, de las
pequeñas cosas, de emociones que parecen insignificantes,
pero que anidan muy adentro. El Jueves Santo próximo pasado
al situarme en penitencia detrás de nuestro Cristo de la
Humildad y Paciencia en la procesión de Semana Santa, me
invadió una emoción indescriptible. Cumplía un sueño toda
vez que no lo veía desde 1973 y ahí estaba Él, era el mismo
Cristo de mi juventud el que yacía, coronado de espinas y
humillado, el mismo al que cuando le dirigí mi mirada, sus
ojos que ya me impactaron en el pasado, por su serenidad,
resignación y ternura me transmitían ahora recuerdos
inolvidables. Visiones renovadas que, desde aquella
posición, trajo de nuevo el tiempo. No sé lo que me empujó a
asistir este año al cortejo del paso de la Semana Santa.
Pero llevaba tiempo con la matraquilla. Lo necesitaba, como
también necesitaba compañía y reconozco que logré tenerla,
pues iba muy bien acompañado y no, no estaba solo, porque
delante lo llevaba a Él y a mi lado a las dos personas que
mas puedo querer en este mundo, mi esposa y mi madre, a las
que el Altísimo guarde muchos años. Una de ellas, Inma la
madre de mis hijos, que desde hace muchísimos años me regala
su amor todos los días y otra, Juanita la que me dió el ser
y que bastante “aguantó” mis ruindades de juventud y que
ahora, como señora fuerte y humilde, serena y cristiana,
también “aguantó” a sus fenomenales 85 abriles, nuestra
compartida penitencia paso a paso, de 6 horas de duración
procesional, gracias a Dios. Tiempo durante el cual fueron
pasando por mi mente diferentes y variopintas películas con
los fotogramas e imágenes de una plácida niñez e inolvidable
juventud caballa, a la que por momentos parecía volver.
Ignoro si quienes me saludaban al paso de la procesión,
antiguos amigos y compañeros de clase, familiares e incluso
algún capirote, notaron mi turbación.
Agradecer a la Hermandad de las Penas del Santísimo Cristo
de la Humildad y Paciencia y Nuestra Señora de las Penas,
sea casi 40 años después, una Casa, una familia a la que se
le han ido agregando nuevos miembros y desde mi punto de
vista, material y humanamente muy bien evolucionada y
habiendo mantenido espiritualmente aquel sentimiento cofrade
que conocí en 1968. He estado allí para contarlo, con la
misma emoción que sentí siempre, en Cervantes o en Plaza de
los Reyes, Real y Gran Via, Jàudenes, Catedral, Ingenieros,
Velarde o en su templo, chicotás, revirás y levantás
majestuosas unas, impresionantes otras y todas pasito a
pasito haciéndome polvo el corazón, acrecentándose cuando
fuí invitado por Rafa, mi hermano y Capataz del Cristo de la
Humildad y Paciencia a accionar el llamador que ordenaba una
sentimental levantá.
Es cierto que uno vive y se emociona de las pequeñas cosas
y, entre ellas se encuentran metidos en la piel, los
recuerdos y los pensamientos de toda una vida. De los
recuerdos, que de vez en cuando salen de donde todos los
guardamos y que se valoran aún más cuando se dan un paseo
por el aterrador mundo de hoy, en el que se han perdido los
valores. Redobla el tambor, suena la saeta, se esfuerza el
costalero, sostienen sus cirios los penitentes y las señoras
beatas sus rosarios, Ceuta hace una pausa en su tráfago para
ver pasar las figuras y los símbolos, que de ellos también
se vive, aunque sean de pasta y de tela antigua. Gracias
Ceuta. Disfruté y me emocioné en tu Semana Santa. Y no sé si
volveré a ella el año que viene. Aún si así no fuera, si
regresaré en alguna otra ocasión para cargar una alforjas
que me llevo plenas de ilusión y sentimientos. Me ha hecho
reflexionar este encuentro y entre otras cosas me ha
demostrado que, recordar es vivir.
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