Si la alegría es el ingrediente
principal de un mundo que aspira a ser saludable, la salud
en la mente de la sociedad humana será más fuerte cuanto
menos violencias sufra en su razón de ser, en la legitimidad
de lo que es. No en vano, siempre se ha dicho que toda
violación de la verdad es una puñalada en la salud cívica de
la ciudadanía. Por desgracia, hoy en día todo parece indicar
que el mundo de las mentiras ha usurpado el terreno al mundo
de la certeza. Además, como viene sucediendo en buena parte
del planeta, no hay mayor mentira que la verdad mal
entendida. En la autenticidad no puede haber poderes
corruptos. Tampoco puede haber matices. La realidad es la
que es y hay que mirarla con el lenguaje del corazón, porque
las palabras están crecidas de falsedades e hipocresías que
nos destruyen por dentro como personas. Ciertamente, un
estilo de vida auténtico, o sea libre, no se improvisa de la
noche a la mañana, requiere educación basada en enseñanzas
saludables, es decir sabias, y, sobre todo, en modelos
socialmente transparentes.
Aquí, en este mundo en el que tenemos días mundiales para
todo, también para la salud (7 de abril), aunque luego nos
falte verdadero entusiasmo y salud contagiosa para
celebrarlo, debiera cuando menos servirnos la efemérides
para avivar la reflexión sobre proyectos globales de vida
capaces de armonizarnos. Quizás el punto de inicio sea
quitarnos el caparazón individualista y abrirnos a la
naturalidad social de vivir para los demás. La salud urbana
es importante pero la salud mental es el motor para poder
abrir los espacios públicos a una vida más vida. Por ello,
el mundo precisa personas mentalizadas en la solidaridad
social y ambiental. Sólo así se podrá reducir la
contaminación atmosférica y acústica, así como las
congestiones del tráfico y la delincuencia, las mejoras de
las viviendas, el saneamiento y la seguridad de los
alimentos y el agua.
A la sociedad actual dice afanarle y desvelarle la salud.
Parece que es algo innato buscar un medio saludable para
vivir y querer estar protegidos contra las enfermedades.
Buscamos lugares de trabajo seguros e higiénicos. Peleamos
por asistencias sanitarias fiables. Sin embargo, en la
mayoría de las veces, obviamos que el mundo se ha
globalizado y que las enfermedades no conocen fronteras.
Así, pues, los retos de la supervivencia humana deben ser
retos comunes, lo que exige fomentar la salud en todo el
mundo, reducir las alarmantes desigualdades que actualmente
cosecha el planeta, ofrecer más información educativa e
impulsar los conocimientos sobre la salud globalmente. Ya me
dirán cómo se puede llevar a cabo esta labor si los sistemas
de salud en algunas naciones son inexistentes o se
encuentran en situación precaria. Esta es la genuina verdad
que hay que llevar a buen puerto. Cuando existe una amenaza
de pandemia, sea donde sea, hay que elaborar planes
coordinados por toda la tierra. Nadie está a salvo, por muy
pudientes que sean algunos Estados. Conviene tener presente,
además, que la causa de muchos males proviene de los países
industrializados, consecuentemente deben contribuir con más
esfuerzo económico a mejorar el medio ambiente.
Está bien que la salud nos preocupe y ocupe a todos, pues
nada se identifica tanto con la vida, por ello habría que
considerarla de una vez por todas como un bien común
internacional e invertir más en ello para forjar un porvenir
más seguro, que el que parece atisbarse. El mundo ya conoce
las causas básicas de los problemas de la salud. Sin más
dilación, hagámosle frente y preveamos las fuerzas
contrarias como pueden ser los efectos del cambio climático.
En el siglo XXI, como apunta la Organización Mundial de la
Salud (OMS), la salud es una responsabilidad compartida, que
exige el acceso equitativo a la atención sanitaria y la
defensa colectiva frente a amenazas transnacionales. Su
agenda es bien clara: promover el desarrollo, fomentar la
seguridad sanitaria, fortalecer los sistemas de salud,
aprovechar las investigaciones, la información y los datos
probatorios, potenciar las alianzas, mejorar el desempeño.
Por desdicha, la factura mayor de la falta de salud en el
mundo, suelen pagarla todavía los grupos más desfavorecidos
y vulnerables.
Por mucho que se diga, las gentes que viven en barrios
marginales de ciudades o en zonas rurales remotas, apenas
tienen voz que les escuche. Los niños que sobreviven en
estas cloacas son las grandes víctimas. A pesar de que en
septiembre de 2002, en la Cumbre Mundial sobre el Desarrollo
Sostenible, se inauguró la Alianza en favor de los Ambientes
Saludables para los Niños, millones de chavales mueren de
diarreas, afecciones respiratorias y otras amenazas
ambientales presentes en su propio hábitat familiar. En
suma, hacer extensiva la calidad de vida en una sociedad
globalizada es tan justo como preciso. De lo contrario,
¿cómo se puede permitir que la salud sea privilegio de unos
pocos, mientras vastos grupos sociales viven una existencia
infrahumana? Así no se prepara el futuro de la vida para el
futuro de la humanidad.
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