Fue un director de cine español,
cuyo nombre no recuerdo, el que bautizó como “los felices
sesenta” a una época que viví yo intensamente donde había
que vivirla: en Madrid. Tampoco Barcelona era moco de pavo
entonces para quienes salían de provincias buscando hacerse
un sitio en cualquier actividad.
En el Madrid de los años 60, bien es verdad que seguía
siendo imposible amarrar los perros con longanizas, pero se
disfrutaba, lógicamente, de muchas más oportunidades que en
los pueblos. En mi caso, debo decir que pronto tuve la
suerte de poder llevar un tren de vida por encima de lo
aceptable. De manera que podía permitirme el lujo, entre
otros más, de tomar el aperitivo en la ‘Cafetería Bar
Recoletos’. Establecimiento prohibitivo para los tiesos que
no se arrimaban al costillaje de quienes manejaban la pasta
adecuada.
En aquel Madrid, donde todavía Di Stéfano mandaba lo
suyo, aunque jamás, a pesar de que había asumido bien pronto
el casticismo y la pose de los “manolos”, se salió de madre,
había periodistas que escribían de dulce, teniendo a lo sumo
hecho el bachiller elemental. Y no todos. Periodistas que
desfilaban por el paseo de Recoletos, y se adentraban en la
cafetería de moda, con el único fin de aliviarse el gaznate
gracias a la invitación de los conocidos pudientes que
estuviesen apostados en la barra. De no ser así, tenían
asumido que el propietario, Luis Elices, no les
dejaría marchar sin nada que llevarse a la boca.
En ese sitio, conocí yo a muchos profesionales de la prensa
que hacían entrevistas a personajes famosos que ni siquiera
habían pisado la sala de tránsito del aeropuerto
Madrid-Barajas. Periodistas que lampaban por ser invitados a
cualquier cuchipanda para ahorrarse el gasto del menú de
taberna y encima, cuando les era posible, llevarse el
sobrante de croquetas para la cena.
De aquella época, hay nombres que hoy son famosos y están
pagados muy bien por los editores o directores de periódicos
–que, dicho sea de paso, no acostumbran a regalar el
dinero-. Periodistas que acostumbraban a escribir, las más
de las veces, ebrios de wisky. Pero como ellos decían, “las
ideas y las metáforas no están en la botella, sino en la
cabeza, y puede que en el hígado y los testículos”.
Lo que hace el wisky, sigo hablando por boca de ganso, es
quemar la corteza de convencionalismos, costumbres, usos,
rutinas y frases hechas. El wisky quema nuestra ropa vieja y
burguesa y quema también la apariencia noble y notarial del
idioma, para que alumbre otro idioma más intenso, vivo y
sabio.
Siempre se ha dicho que el alcohol desinhibe. Había un rico
en mi tierra de nacimiento que cuando bebía intentaba
propasarse con cualquiera que se le pusiera a mano. Y si
éste respondía airadamente, contestaba con celeridad:
“Perdone usted, pero cuando me paso de vino me doy cuenta de
que me gustan los hombres”.
A mi edad, y no porque los alifafes me lo impidan, yo he
dejado de colocarme con wisky para escribir. Aunque
seguramente tendré que decir, ante las quejas airadas de
ciertos políticos, por algunos de mis inofensivos escritos,
eso de perdónenme ustedes, el que a mí, cuando escribo
embriagado, me dé por preguntarles si aceptan comisiones,
mordidas y cosas por el estilo.
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