No cesan de preguntarme por qué al
final de esta columna están apareciendo nombres de personas,
desde hace un tiempo, con el fin de otorgarles méritos (!)
que en su mayoría eran desconocidos por los lectores. Y a
todas esas preguntas he ido respondiendo así: Me parecía una
tremenda injusticia que tantas lumbreras estuvieran pasando
inadvertidas en una ciudad pequeña.
Pero las respuestas serían incompletas si sólo se quedaran
en tan escueta contestación. Y, por tanto, no he dudado en
aclarar que mi decisión de destacar a gente tan brillante e
ilustrada (!), de manera altruista, fue motivada hace dos
meses exactamente. Y qué mejor que hacerlo en este espacio,
impreso en la contraportada de un periódico que llega a
prima mañana a todos los sitios.
Pero la gente, puesta ya en el tema, deseaba saber también
el motivo al cual yo aludo para haber emprendido semejante
tarea: la de ir aireando los nombres de tanto talento
reunido en apenas diecinueve kilómetros cuadrados. Y ante la
insistencia, como ustedes comprenderán, me veo obligado a
seguir dando las explicaciones correspondientes.
Hace dos meses, concretamente un 24 de enero, día de San
Francisco de Sales, los profesionales de los medios de
comunicación, reunidos con amigos, familiares, y destacadas
personalidades pertenecientes al mundo de las letras y las
artes en general, acordaron firmar un manifiesto donde se me
atribuía una importancia inmerecida. Y destacaban el buen
uso que yo hacía de la tribuna que ‘El Pueblo de Ceuta’ me
tiene cedida.
Todos sabemos, pues lo hemos leído muchas veces, que el
manifiesto es un género literario muy usado por los
escritores españoles y los intelectuales cuando algo los
cabrea en la cosa política. Pero en este caso, he de
reconocer que el dedicado a mi persona, en día tan señalado
para los profesionales (?) del periodismo, contenía
alabanzas por doquier. Era, sin duda, un documento preñado
de estilo y sensatez y que sólo podía haber sido escrito por
una mente sana y atiborrada de felicidad. Una de esas
criaturas de las que nacen cada siglo. Y a la que pronto
quise conocer para abrazarla y ponerme a disposición de
ella, para lo que quisiera mandarme. Mas hete aquí que,
desgraciadamente, me había sido imposible localizar a
semejante criatura. Hasta ayer.
Ustedes saben, y si no yo se lo digo, que el manifiesto es
un género literario que escribe uno y firman muchos. El
manifiesto lo escribe uno, dice Umbral, por encargo de
varios, que son los primeros que firman, y luego se añaden
docenas de firmas adheridas que a lo mejor ni han leído el
manifiesto, pero lo que quieren es salir en el periódico.
Quienes firman manifiestos por salir en el periódico, sin
leer el texto, pueden que estén firmando una gilipollez. O
sea, que automáticamente se convierten en gilipollas. Que no
es el caso de quienes firmaron el manifiesto dedicado a mi
persona. El 24 de enero pasado. De creer yo que los
firmantes del documento eran unos gilipollas, no los habría
destacado en esta tribuna que tan inmerecidamente me cede el
editor. Ahora bien, por obrar ya en mi poder el nombre del
autor del escrito, más bien del inductor, que, aunque
ágrafo, es militante destacado del patio de Monipodio, no
tiene nada de extraño que en cualquier momento se me
presente la oportunidad de felicitarle por la facilidad que
tiene para embriagarse y convertirse en una figura
cachondeable. Una pena...
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