Llama poderosamente la atención que, ante la puesta a
disposición judicial de tres menores detenidos por causar
destrozos en el autobús de la fatídica Linea 8, no se hayan
dictado siquiera medidas cautelares, aunque la instrucción
de la causa continúe su camino. Llama la atención por la
evolución de los acontecimientos que han convertido a ese
autobús, el que lleva al Príncipe, en una suerte de elemento
propiciatorio para el vandalismo continuo. De no imprimir el
necesario carácter, de nada valdrían las denuncias públicas,
amargas y de impotencia de los responsables de la empresa
Hadú-Almadraba, que en un mes habían contabilizado nada
menos que 26 roturas de cristales a pedradas, y que habían
computado un elevado número de actos vandálicos en el
interior del bus. Pero aún menos valdría el trabajo policial
llevado a cabo con el celo debido por tratarse de menores.
Menores que han llegado a ser sorprendidos con las manos en
la masa.
De nada valdría, tampoco, que las administraciones local y
estatal coincidan en maneras de atacar el problema desde la
Junta Local de Seguridad con medidas de corte social, pero
también policial; y tampoco, de nada valdría la indignación
ciudadana como consecuencia de la impunidad con la que estos
menores campan a sus anchas por la reconocida y evidente
laxitud de un Ley bien criticada socialmente. Sin embargo,
existen resquicios suficientes como para responder y poner
cierto freno a actitudes incívicas de elementos, en
formación, que son nocivos para la sociedad, la libertad y
los derechos ciudadanos.
Que la Ley del Menor es un engendro a caballo entre la
ingenuidad y la utopía, a pocos le quedan dudas. Y esa es la
muy escasa arma a emplear por unos jueces que pueden, por un
lado, interpretarla al pie de la letra, o por otro, sacarle
más jugo de lo que en apariencia pudiera ofrecer por mor de
una mayor implicación en la sociedad donde deben hacer
cumplir las leyes y preservar el derecho de los ciudadanos.
En el asunto de los menores apedreadores, la implicación de
las administraciones, las dos, debe ser constante y
decidida; la policial no sólo debe ser necesaria, sino
decisiva; pero también han de involucrarse el Ministerio
Público y los jueces. En Ceuta, sí se implican. No sería
posible entender que estos menores, de entre 12 y 16 años,
quedasen liberados de responsabilidad por contar con una
edad, en apariencia, impunible porque si no, la empresa Hadú-Almadraba
podría darse ya por jodid, o las naves del Polígono del
Tarajal, o los vehículos de emergencias o de servicios
públicos que transitan por el Príncipe.
Ya es lamentable que los propios padres no se impliquen en
frenar a sus pequeños ‘tesoros’; ya es fastidiosamente
esperpéntico que los propios vecinos se inhiban de la
responsabilidad de llamar la atención a quienes conviven con
el vandalismo. Por eso hace falta una extraordinaria
implicación de todos los actores con competencias.
Y es que causa asombro el hecho de que la responsabilidad
civil derivada de las acciones de estos menores no sean
imputadas generalmente a los padres. La excusa de la
insolvencia no debe ser tal. No me sirven los demagógicos
discursos sociales con los que pretenden despejarse
responsabilidades por mor de las circunstancias.
Evidentemente no puede ser. Los principios, el civismo y la
condición humana son activos en las personas más allá de la
situación social que acarreen. ¿Medidas sociales de las
administraciones?, sí; ¿medidas policiales?, sí; ¿medidas
judiciales?, por supuesto.
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