Lo peor que nos puede pasar es que
se globalice el terror, la incivil lucha que a nada conduce
y a nadie salva. Las naciones tienen que frenar los vínculos
internacionales del terrorismo. Creo que es el primer deber,
si en verdad queremos construir una convivencia sólidamente
justa y serena dentro de la familia humana. De lo que se
trata es de globalizar la paz, y lo primero y prioritario ha
de ser promover una educación mundial inspirada en el
respeto por la vida de la persona, en toda circunstancia y
país. En lugar de abrir las puertas para prácticas
terroristas, avivando los campos de adiestramiento para el
mal, los países tienen que tomar la iniciativa de condenar
públicamente estas acciones y tomar la opción pacificadora
de las relaciones entre los seres humanos. Debemos trabajar
todos unidos, cada uno desde su puesto en la sociedad, y
hemos de hacerlo para eliminar de los corazones el rencor y
oponernos por principio a toda manifestación de violencia.
Lo que se consigue con intimidación, solamente se puede
mantener amedrentando. El buen juicio no precisa coacción
alguna. Ojo por ojo y todo el mundo acabará ciego, dijo
Mahatma Gandhi. Cuando nos parece haber descubierto tantas
cosas, resulta que todavía no hemos hallado el auténtico
camino del diálogo, el único que nos puede traer serenidad
en un mundo cada día más convulso.
No podemos acostumbrarnos que a diario, en alguna parte del
mundo, se siga sembrando el terror y se active el odio. El
terrorismo no sólo hay que condenarlo en todas sus formas,
que también, pero hay que desarraigarlo de la vida,
disuadirlo de toda cultura y civilización. Sólo así se puede
poner en valor algo que debe ser de todos y para todos, los
derechos humanos. Hay que establecer acuerdos y pactos para
poner orden en el planeta. Si queremos un mundo en paz,
propiciemos un mundo justo con la fuerza del derecho, no con
el derecho de la fuerza, y fabriquemos más escuelas que
armas. Por desgracia, la gran asignatura pendiente es la
unidad del género humano. A estas alturas de la
civilización, la verdad que cuesta entender que todavía haya
países que apoyen a los sembradores del terror, en vez de
pelear por la justicia. Los datos ahí están. Treinta y dos
Estados miembros de la ONU reportaron casos de mutilaciones
de estudiantes, reclutamiento forzado de niños soldados y
terroristas suicidas cuando se dirigían a su escuela. Estos
datos fueron presentados en un informe de la UNESCO el
pasado mes de febrero en la sede de Naciones Unidas, en
Nueva York. El estudio, titulado “Educación bajo ataque
2010”, documenta además desde casos de tortura o asesinatos
de maestros y académicos hasta la destrucción total de
centros de aprendizaje. Desde luego, no hay educación si no
hay paz que transmitir, como puede ser una mayor estima
hacia las grandes tareas pacificadoras de hoy, que con tanto
afán y desvelo proponen algunos organismos internacionales.
Dejarse llevar por la globalización del terror es abrir de
par en par las puertas al abismo del mal. Con el miedo todo
resulta posible, incluso lo más ilógico. Se habla de la
humanización de las mascotas y se deja a la deriva la
humanización del ser humano. Se habla de espíritu trepa y se
deja en el olvido lenguajes de paz. Se habla de conciencias
vengativas y se engendra odio a raudales como si no fuese
una mezcla explosiva de maldades, donde la hipocresía
mundana es timón. Sin duda, hay que romper de una vez por
todas las cadenas inmorales de la provocación y de las
represalias. Las autoridades políticas no pueden callar ante
actos violentos. Han de actuar como lo han hecho
recientemente representantes musulmanes y católicos del
mundo en una histórica declaración común para rechazar la
manipulación de la religión con el objetivo de justificar
intereses políticos, la violencia o la discriminación. Su
hoja de ruta es bien clara y convincente: “oponerse con
determinación a cualquier acto que tienda a crear tensiones,
divisiones y conflictos en las sociedades; promover una
cultura de respeto y del diálogo recíprocos a través de la
educación en la familia, en las escuela, en las iglesias y
en las mezquitas, difundiendo un espíritu de fraternidad
entre todas las personas y la comunidad; oponerse a los
ataques contra las religiones por parte de los medios de
comunicación social, en particular, en los canales de
satélite, teniendo en cuenta el efecto peligroso que estas
declaraciones pueden tener en la cohesión social y en la paz
entre las comunidades religiosas”. Ya lo advirtió Voltaire,
que “la religión mal entendida es una fiebre que puede
terminar en delirio”.
Lo que tiene que hacer el mundo es despojarse de guerras
psicológicas, como la que se pretende globalizando el
terror. Lo que hace falta es universalizar la solidaridad y
la justicia, y será cuando llegue a la estación de la vida,
la ansiada paz. Está visto que estos sembradores del terror
se dan por doquier y no deben vincularse sus hazañas a
ninguna religión, nacionalidad, civilización o grupo étnico.
Son lo que son: labriegos del mal, plantadores de crímenes,
fanáticos de guerras que deshonran al ser humano; a los que
le repele subirse a una cultura de vida, de tolerancia y
respeto a las creencias. El mundo, hoy más que nunca,
necesita liberarse del miedo al riesgo y la única manera de
conseguirlo es promocionando la seguridad colectiva. Por
eso, la respuesta de la familia humana frente a los que
quieren integrar o incluir en un planteamiento global luchas
armadas, tiene que ser suficientemente firme y efectiva, con
la aplicación del imperio de la ley que protege la dignidad
y la libertad de las gentes.
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