No nos hemos olvidado en Ceuta de épocas políticas ya
pasadas, si bien no lejanas en el tiempo, en las que se
protagonizaron episodios de confusión entre lo público y lo
privado, donde la mezcla entre intereses de una cosa y de
otra eran, no sólo el pan de cada día, sino una forma de
hacer política.
Es harto difícil desterrar vicios crónicos de una
determinada sociedad, porque los antiguos prebostes se
resisten a que su influencia quede aniquilada y, aunque
ahora en las sombras, pujan por mantener espacios de
influencia entre quienes gobiernan hoy, los cuales pueden
caer en la tentación de olvidar que la caída de aquellos que
ha provocado su ascenso, se debe en buena medida al hastío
de una ciudadanía respecto de aquellas conductas de viejo
señorito.
Es saludable que las administraciones públicas fomenten la
inversión y el desarrollo empresarial, pero de igual manera
resulta pernicioso que desde los poderes públicos se
favorezca o se pretenda favorecer a alguien en particular en
medio de la competencia general en un determinado sector,
porque esto, además de ser injusto y, en su caso, ilegal,
desalienta y dinamita el estímulo del que Ceuta anda tan
necesitada. Naturalmente la depresión inversora le trae sin
cuidado al que va exclusivamente a lo suyo, a quien procura
atajos y trata por cualquier medio de eludir las reglas de
juego, pero a quien gobierna le debe ocupar y preocupar de
modo permanente.
Son muchas las posibilidades que hay desde el poder, de
poner en mejor posición a alguien sin que ello sea el
resultado de su propio esfuerzo, porque son muchos los
bienes e instrumentos que se manejan desde el gobierno. Pero
cuando las reglas de juego están claras, como ocurre en una
democracia consolidada, también son múltiples las formas de
control y corrección de cualquier exceso en el ámbito de las
decisiones públicas, de la influencia desmedida y de la
desviación de ese poder y, desde luego, es casi imposible
que algo se pueda hacer con la suficiente opacidad como para
que pase desapercibido.
El patrimonio de la ciudad es, aunque administrado por
quienes nos gobiernan, propiedad de todos los ciudadanos y
su uso, debe estar destinado al servicio de todos. Y, en
este sentido, aunque hay quien puede pensar que todo es
discutible, se acepta comúnmente, que parte de ese
patrimonio pueda ser “cedido” a organizaciones que, sin
ánimo de lucro, prestan servicios comunitarios que
complementan la acción de la administración. Organizaciones
de naturaleza civil, religiosa incluso, de carácter
sindical, vecinal, etc., pueden ser beneficiarias y de hecho
lo son, de un apoyo por parte de las administraciones
públicas, por realizar actividades de carácter social en
colaboración con las mismas y con un único fin social. Este
apoyo público, puede traducirse en subvenciones directas a
determinados proyectos o, incluso, en la cesión de parte del
patrimonio público para la realización de sus diversas
actividades.
Lo que resultaría inadmisible, es que ese mismo apoyo se
prestase a alguien que, con ánimo de lucro, desea evitar
tener que competir en el ámbito de su sector empresarial y,
pongamos por ejemplo, acaba de la noche al día siendo
favorecido con una “¿cesión?” de parte del patrimonio de
todos para el desarrollo de sus actividades comerciales. Y
todavía resultaría más inadmisible que ese alguien fuese un
antiguo dirigente, de esos de los no resignados a que
hacíamos referencia y que, además, fuese alguien de los que
ahora nos gobiernan quien pudiese urdir la cosa.
Y es que de ser así, este artículo pasaría de ser una simple
reflexión de carácter general, garabateada por una aburrida
pluma, a una auténtica denuncia concretada en el tiempo y de
lo más interesante, que sin duda generaría
responsabilidades.
En fin, dejemos esto y hagamos algo más edificante, como en
la canción de Juan Pardo: bravo por la música, que nos hace
mágicos.
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