Hace ya 28 años, precisamente en
este mes, también llovía torrencialmente y los vientos
azotaban de lo lindo. El invierno estaba siendo de una
crudeza enorme. Los que cada quince días viajábamos por toda
la península, sabíamos del frío que hacía por todos los
lugares. Y, desde luego, viajar en autocar, con las
carreteras en mal estado, era una odisea. Pero los
expedicionarios, acostumbrados a soportar esas inclemencias
y habituados ya a las incomodidades derivadas de recorrer
tantos kilómetros, procurábamos pasar el tiempo dentro del
vehículo de la mejor manera posible.
Y la mejor manera posible es más que archisabida por cuantos
profesionales del fútbol hayan tenido el autocar como medio
más usado durante su vida deportiva. Todo se reducía a las
conversaciones, bromas, juegos, la televisión aún se veía
mal, y naturalmente también se mataba el tiempo dormitando o
mirando el paisaje.
Aquel día, de hace 28 años, principiando la primavera en el
campo sus primeros escarceos, nuestro autocar, el que
llevaba a los expedicionarios de la Agrupación Deportiva
Ceuta, iba de Albacete a Jaén, lugar de hospedaje esa noche,
cuando la tarde declinaba y todo estaba ya casi a oscuras.
La carretera transitada era de segundo orden y sus curvas y
sus terraplenes se sucedían durante el trayecto. El partido
en Albacete había sido de gran dureza. Tanto por el temporal
de frío, viento y agua habido, como por el comportamiento de
los jugadores locales. Que necesitados de los puntos echaron
mano de las brusquedades para tratar de amedrentar a un
rival que supo ganarles la partida.
El conductor del autocar era de Algeciras. Se apellidaba
Mera y yo iba sentado a su vera porque amén de conocerle
nos gustaba charlar del mundo taurino. Debido a que él había
sido muchos años chófer de toreros. De pronto, cuando
estábamos a pocos kilómetros de Jaén y circulábamos por una
carretera peligrosísima y oscura ya como boca de lobo, el
vehículo comenzó a deslizarse entre el viento y el agua
hacia un lado de la carretera que nos llevaba directamente a
la sima de un gran barranco.
Los esfuerzos de Mera por controlar el autocar, frenos,
reductora y demás cuestiones técnicas, no funcionaban con la
rapidez deseada por un profesional cuya cara de terror
anunciaba lo peor. Cerca de mí, mientras que la mayoría de
los futbolistas descabezaban un sueño, estaba Antonio
Fernández. Directivo y delegado siempre. Hombre cabal,
de cuya amistad yo me ufanaba. Y quien iba a dar muestras
ese día de ser un tío con toda la barba.
Cuando el autocar se quedó con las gemelas delanteras
abismadas al vacío, gracias a que entre piedras y ramajes
consistentes ayudaron a finalizar la labor de frenado
emprendida por el conductor, a éste le dio un jamacuco y se
quedó echado sobre el volante sin reaccionar. La situación
del vehículo pendía de un hilo. El correr de los viajeros
hacia las puertas de salida era una invitación a que el
vehículo se despeñara. Los jugadores enloquecidos tomaron la
decisión más peligrosa. Y algunos llegaron corriendo hasta
Jaén. AF, en cambio, permaneció en el interior para ayudar
al conductor y dio muestras de una hombría que jamás he
podido olvidar. Así que disfruto recordándole en marzo.
(Pablo Núñez Díaz es admirado intelectual (!) en esta
ciudad.)
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