Me repele vivir en un mundo de
artificios, donde la malicia es la regla de juego, y donde
el ardid para burlar o perjudicar a alguien se ha tomado
como letra de cambio y hasta regla de vida. Algo bochornoso.
Bajo estas mimbres tramposas, generadoras de violaciones y
de situaciones violentas, por mucho que se nos llene la boca
de humanidades, jamás se podrán fortalecer y promocionar
atmósferas que aviven los derechos humanos y la formación en
esos derechos, que sólo pueden sustentarse sobre el derecho
a la verdad, en la que no puede haber matices. La verdad es
lo que es y sólo tiene un camino, el del afecto y el de la
consideración por todo ser humano. Y por otra parte, como
dijo el filósofo francés Barón de Holbach: “¿Qué confianza
puede tenerse ni qué protección encontrarse en leyes que dan
lugar a trampas y enredos interminables, que arruinan a los
pleiteantes, engordan a los curiales y facilitan a los
gobiernos el cargar impuestos y derechos sobre las
disensiones y pleitos eternos de sus súbditos?”. Por
desgracia, el planeta está sembrado de leyes injustas, de
autoridades que sólo buscan el bien para sí y los suyos, de
fuerzas interesadas que se comportan de manera despótica.
Para huir de este mundo de trampas hay que sentar cátedra
con la verdad, formar opinión sincera y universalizarla.
Pongamos ejemplos. Durante los últimos veinte años la
Convención sobre los Derechos del Niño puede haber trabajado
duro, pero los resultados continúan siendo nefastos.
Millones de niños mueren antes de cumplir cinco años de
enfermedades prevenibles, y muchos más no tienen alimentos,
agua, educación, y son víctima de violencia y explotación. A
mi juicio, lo que viene sucediendo es que somos incapaces de
crear recta opinión pública, éticamente sana y moralmente
auténtica. Es necesario asentar la certeza, los principios y
el fundamento humano, como valor educacional. No se educa si
no hay veracidad que emitir. Asimismo, se vienen resintiendo
el estado de los derechos humanos en el mundo con el impacto
de la crisis financiera global, tal es el caso de la
educación de millones de niños en los países en desarrollo.
También el empleo informal en los países en desarrollo
reduce la capacidad de éstos de beneficiarse de la apertura
del comercio, creando trampas de pobreza para los
trabajadores en transición entre empleos. Por desdicha, los
prisioneros de las trampas suelen ser los países más pobres.
Habría que liberarlos. Algunas de esas trampas se refieren a
la corrompida autoridad.
De igual modo, en una sociedad injertada por las trampas es
muy difícil construir un mundo de mundos habitables, por
mucho que cuidemos las formas o tratemos de dar buena
imagen. La cuestión es el fondo humano, la capacidad de
abrirnos a los demás sin afán de dominio. Ya está bien de
devastar pueblos por luchas de poder o de utilizar como
instrumento represivo contra oponentes políticos las
desapariciones forzosas, que en otra época se atribuían en
su mayoría a las dictaduras militares, pero que en la
actualidad se producen en conflictos internos, siendo una de
las peores violaciones de derechos humanos, porque
deshumanizan a las personas. Qué fácil es ser engañado por
tantas voces que, en nuestro orbe, sostienen visiones
corruptas, sin tener en cuenta el respeto a la persona.
Únicamente los valores morales dignifican las relaciones
humanas. Ciertamente, andamos escasos de buenos guías que
respeten nuestra libertad y nuestro culto de sentirnos
libres. Las trampas de los adultos hacia los jóvenes es otra
muestra más de fingida cultura que se transmite. La
juventud, que por si misma es un valor, a la primera de
cambio suele caer hipnotizada poseyendo el mayor número de
bienes posible y objetos de lujo, como si la felicidad
dependiese de lo que tenemos, en lugar de lo que somos.
En un mundo de trampas lo que conviene activar es la
confianza, y no hay otra forma mejor de ganarla, que con la
verdad. Por mucho que se legisle, que la norma sea poderosa,
más poderosa es la mentira. Lo refrenda el lenguaje popular
cuando dice que “quien hace la ley hace la trampa”. La
verdad tiene que hacerse cultura y sentir esa cultura como
necesidad. Por consiguiente, la primera preocupación de
aquellos que tienen responsabilidades públicas, debería
consistir en legislar lo justo y preciso para la maduración
de la conciencia ética de las gentes. Este es el verdadero
progreso del mundo. Sin moral es complicado avanzar en la
consolidación de la democracia, la buena gobernanza y el
Estado de Derecho (apoyo al pluralismo político, libertad de
expresión y un sistema judicial saneado); suprimir la pena
de muerte en los países que aún la aplican; luchar contra la
tortura a través de medidas preventivas (como la formación
de policías y la educación) y represivas (creación de
tribunales internacionales y juzgados de lo penal); combatir
el racismo y la discriminación, asegurando el respeto de los
derechos políticos y civiles.
En absoluto es ético dejar morir a personas por contradecir
a gobiernos que manejan a su antojo los fondos públicos,
dándole preponderancia al ejército y atemorizando a la
ciudadanía que discrepa de la posición oficial. Tampoco se
entiende la indiferencia occidental ante la violencia contra
los cristianos. Por cierto, estudios recientes indican que
los cristianos son los más discriminados del mundo, cuando
la libertad religiosa es una fuerza para la paz. Considero
que ningún país, cualesquiera que sean sus circunstancias,
puede hacer trampas y sustraerse a la obligación estricta de
respetar los derechos humanos. La familia humana, las
comunidades internacionales no pueden ni deben, ante estos
hechos degradantes, mantenerse con los brazos cruzados y
seguirle la gracia a los tramposos.
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