Montesquieu había
encontrado en la lectura no sólo un medio de adquirir
conocimientos; sino que también tenía claro que leyendo,
siquiera fuera una hora, no había disgusto que se le
resistiera. Así que cuando hablaba de su perfecto equilibrio
aseveraba lo siguiente: “No habiendo tenido nunca disgusto
que una hora de lectura no me haya quitado”.
Con todos mis respetos para Montesquieu -señor de la Brède,
presidente del Parlamento de Burdeos y autor de una obra
compleja-, me parece que exageraba con su ejemplo. Puesto
que para leer se necesita calma y precisamente los disgustos
causan inquietud, zozobra, ansiedad, etcétera.
También es verdad que cuando uno está leyendo no quiere ser
interrumpido. Máxime si la lectura es de las que te llevan
embebido en la muleta de la emoción que no cesa entre
párrafos y capítulos y sin que en ningún momento descienda
el enorme interés que lo leído despierta.
Largo introito, pues, para decirles que de esa guisa me
encontraba yo anteayer por la tarde cuando sonó el teléfono.
Y di un respingo saturado de enfado. Una especie de rabieta
de niño al que le han negado un capricho y se pone como
todos sabemos que se ponen los niños enrabietados. Menos mal
que la llamada resultó ser de alguien a quien aprecio
muchísimo y que además cuando conecta conmigo lo hace
siempre con el fin de ponerme al tanto de asuntos que él
considera debo conocer aunque sean por encima.
Ese alguien, de quien no tengo inconveniente en repetir que
le tengo ley, me contó cosas muy sabrosas. Unas de
actualidad y otras pertenecientes a hechos antiguos que ni
siquiera el paso del tiempo ha conseguido quitarles
vigencia.
Comenzó recordándome lo ocurrido cuando ‘Continente’ envió a
un hombre de su confianza a Ceuta para negociar con el
gobierno local el establecimiento de los grandes almacenes.
Cuatro fueron las personas que cada vez que llegaba el
delegado de los grandes almacenes a la antesala de
presidencia, con el fin de negociar, ya estaban allí
esperándole para pedirle las comisiones correspondientes. Y
lo hacían de manera tan burda, me dice mi interlocutor, y
con tanta avaricia, que todavía la persona enviada por
‘Continente’ las recuerda y hasta disfruta aireando sus
nombres entre gentes allegadas a él. Es decir, que los
mangantes, cada dos por tres, salen a relucir en ecos de
sociedad.
Finalizada esa confesión, me pregunta mi amigo si yo sé algo
relacionado con un político a quien le costó dos millones de
pesetas acceder a un cargo. Y le digo que no. Pero que es
cierto que esos rumores me han llegado. Pero de ser así, y
si un día alguien decidiera hacer una confesión en regla del
chantaje que le hicieron a ese buen político y magnífica
persona, el asunto sería motivo de escándalo público.
Mi amigo y yo llegamos al final de la charla; no sin antes
decirme él que días atrás, y en comida fuera de Ceuta, tuvo
la oportunidad de enterarse de cómo se grabaron ciertas
imágenes que han influido decisivamente en la política
local. Mi respuesta no se hizo esperar: Siempre lo supe...
Colgué y volví a mi lectura de ‘España. Tres milenios de
Historia’. Cuyo autor, Antonio Domínguez Ortiz, fue
un sabio.
(Sabio (!) es también este personaje: Juan José Oliva
Álvarez.)
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