Al calor de la conferencia sobre
“Los Judíos de España”, pronunciada ayer en Ceuta por el
escritor Jacobo Israel Garzón, parece oportuno incidir sobre
la profunda huella que el judaísmo sefardí, netamente
hispano, ejerció primero durante casi dos mil años en la
Península Ibérica (su presencia es anterior a Roma) elevando
Toledo, el hebreo Toledot, al rango de una “Segunda
Jerusalén” trasladada, tras el infame Edicto de Expulsión de
los Católicos Reyes en 1492 , al otro lado del Estrecho
donde brilló con luz propia, hasta su eclipse en la década
de los sesenta del siglo pasado, en Tetuán, la “Pequeña
Jerusalén”.
Junto al investigador Israel Garzón, han sido numerosos los
especialistas de prestigio que han abordado la fecunda
presencia hebrea en el común solar hispano: si para el
profesor Gonzalo Maeso (1972) “Por azares del destino, o más
bien por una especial Providencia, Hesperia -Sefarad en la
lengua hebraica- vino a ser una segunda patria para los
hebreos diseminados en numerosos países de los tres
continentes del Mundo Antiguo, como un reflector lejano,
alzado en el Extremo Occidente, de la amada Sión, imán
perpetuo del alma israelita”, este abigarrado colectivo
humano fue fundamentalmente, como matiza el profesor Joseph
Pérez (2005), más una religión y una cultura que una etnia,
mientras que Felipe Torroba en su clásica obra sobre los
judíos españoles (1967), parece seguir a Amador de los Ríos
al afirmar su antigüedad, pues “Está probada la existencia
de colonias hebreas junto a las fenicias”. Centrándonos en
la compleja Edad Media y en su abrupto final, el profesor
Luís Suárez (1980) proclama a los cuatro vientos que “Urge
descubrir y concretar las huellas espirituales que los
judíos han dejado en España”, mientras que el genial
polígrafo Julio Caro Baroja (1978, segunda edición) se ocupa
de rastrear, en su profunda investigación sobre los judíos
en la España Moderna y Contemporánea, lo que llama con razón
el lamentable y copioso “arsenal antijudío”, de rancio
antisemitismo, eficazmente disfrazado en estos tiempos de
puro y duro “antiisraelismo”.
En cualquier caso y asumiendo ya el notable impacto hebreo
en la cultura occidental, siguiendo con el doctor Heszel
Klepfisz (1975) entendemos que si cultura es lo que somos y
civilización es lo que usamos, “El hebraísmo, más que
ejercer influencia en lo que empleamos, dejó su impacto en
lo que somos, en la misma sustancia del hombre occidental”,
saltando con el tiempo a los retoños del Cristianismo y el
Islam, solo entendibles en sus coordenadas ideológicas si
descubrimos en su seno la común huella judía. Sin duda la
relación de los sefardíes con España sigue aun viva, tanto
en el idioma (ladino) como en el recuerdo, puesto que para
los judíos como advierte el profesor -y ex presidente de
Israel- Isaac Navón, cuya familia de origen aragonés se
asentó en Jerusalén en 1670, tras vivir en Turquía varias
generaciones, “España es como una enamorada que lo ha
traicionado a uno, pero a lo que uno no ha dejado de amar”.
Emoción y nostalgia, pero en ningún modo y en contraste con
los otros hispanos expulsados de Al-Andalus, granadinos y
moriscos, arisca y sempiterna reivindicación, cuya irredenta
bandera hoy enarbola intentando patrimonializar el
terrorismo yihadista de Al-Qaïda. Y es que, en este aspecto
como en otros, la pacífica comunidad judía marca otra vez
más una sutil diferencia.
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