Cuando el levante sopla con ganas
el carácter de las personas cambia radicalmente. Yo recuerdo
haber visto muchas veces en Tarifa, por ejemplo, antes de
que sus habitantes convirtieran el ventarrón en producto de
interés turístico, a la gente desquiciada por mor de
visitante tan molesto.
Cantidad de veces tuve la oportunidad de charlar con
representantes, llamados agentes comerciales desde no sé
cuándo, y me contaban lo siguiente: cuando en la provincia
de Cádiz hace levante..., lo mejor es suspender las visitas
a los comercios. Porque está demostrado que no sólo nos
reciben de uñas los encargados de hacer los pedidos, sino
que no vendemos. Y además nos exponemos, por el motivo más
nimio, a perder los clientes.
Del viento de levante se ha escrito mucho. Y no sólo por
demostrar como influye decisivamente en el comportamiento de
las personas, que ya es asunto importante, sino para
resaltar los perjuicios económicos que causa. Por ejemplo:
las playas que sufren el azote de este viento ven mermadas
la afluencia de turistas. Verbigracia: por mejores que sean
las playas del litoral gaditano, siempre serán menos
codiciadas que las situadas en la Costa del Sol. Porque
éstas se hallan más abrigadas. Más resguardadas de un
elemento necesario pero que trastorna de cabo a rabo.
Se me viene a la memoria cuando en esta ciudad, allá en los
comienzos de los ochenta, soplaba el levante y los barcos
dejaban de navegar. Y se armaba la marimorena en la estación
marítima. Y había que ayudar a la gente de menos posibles
para que durmieran al menos con mantas prestadas por el
ejército. En cambio, los que tenían buena cartera se
quedaban alojados en Hotel La Muralla y bebían y comían a
discreción. Los tiempos han cambiado. Pero el levante no. Y
cuando éste se desmelena, a pesar de que los barcos que
hacen la travesía son mejores en todos los aspectos, la
ciudad queda aislada por mar. Y todos nos sentimos
fastidiados. Y raro es no oír por la calle eso de que ni los
barcos están saliendo...
El jueves, sin ir más lejos, yo supe que el tráfico marítimo
estaba cortado porque acudí, como cada mañana, a comprar la
prensa. Es decir, todos los periódicos que leo cada día. Sí,
por más que tengo la posibilidad de leerlos en internet, me
gusta mucho más palpar el papel. Pasar las páginas.
Impregnarme de sus olores. Y es que donde se ponga un
periódico escrito, quítense todos los digitales del mundo.
Así que fui al quiosco de costumbre y comprobé que en el
mostrador sólo estaba ‘El Pueblo de Ceuta’. Y sentí una
alegría agridulce. Me explico: a mí me produce sensación de
aislamiento cada vez que se corta la ‘carretera marítima’.
Aunque no llego a padecer de claustrofobia. Ese temor
enfermizo a estar en espacios cerrados. Luego, pasado ese
primer momento de malestar, porque a lo bueno nos adaptamos
todos más que pronto, dije para mis adentros: ¡Albricias!
¡Aleluya! Exclamaciones alegres y lógicas al ver cómo el
periódico en el cual escribo había sido el único capaz de
sortear las inclemencias del tiempo. Día, pues, de
felicidad. Y pensé también, cómo no, en esa vulgaridad de
ajo y agua.
(Por pensar de manera brillante y obrar con recto proceder,
diariamente, hago mención especial de intelectuales (!) como
Ana María Dueñas Ponce, Fernando Caracena Márquez y Ernesto
Sáenz)
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