Llevo varios días, concretamente
desde el lunes 24, que vivo en un estado de inquietud
necesitado de ansiolíticos. Y todo porque me duele haber
cometido muchos desmanes con esta columna. Confieso que me
siento culpable de haber estado escribiendo casi veinte años
de manera que me he visto todos los días obligado a rendir
cuenta ante los jueces. Y es tal mi desesperación por tan
infame comportamiento y cobardía al no poner en negrita el
nombre de las personas a las que he difamado, durante
tantísimo tiempo, que debo comunicar que estoy sometido, por
voluntad propia, a mortificaciones de cilicios.
En varias ocasiones, desde el lunes, he estado tentado de
presentarme ante los intelectuales que viven en esta ciudad
para agradecerles el mucho bien que me han hecho al firmar
con nombres y apellidos una denuncia pública contra mí. Y
poder pedirles perdón por mi manía de difundir rumores
malintencionados, repartir odios injustificados y sembrar la
semilla del machismo y del odio, etcétera.
Pero me contengo. Y a fe que lo hago porque siento una
vergüenza desmedida al pensar que debo enfrentarme ante
tantas personas dotadas de la inteligencia suficiente para
diagnosticar males como los míos y ponerme en el camino de
la salvación. Y es que todos los firmantes del manifiesto
han dado ya muestras evidentes de valores morales y de estar
atiborrados de credenciales éticas que sirven de muestrario
ejemplar en Ceuta.
Debo reconocer, y lo hago con enorme satisfacción, que en
una época donde a los intelectuales, salvo raras
excepciones, se les achaca el desinterés mostrado a la hora
de dar la cara ante las injusticias, en Ceuta, más de
setentas mentes privilegiadas han sido capaces de ponerse de
acuerdo en un simple desayuno para decirme que ya ¡está
bien! Que a partir de ahora no me aguantarán ni un segundo
más. Y, desde luego, me han dado una lección de cómo se debe
hacer la columna. Y es que todos se han consagrado en este
género.
Y, por supuesto, me he sentido abochornado de tal manera que
en los primeros momentos de la denuncia estuve a punto de
arrojarme al vacío desde el mirador de mi casa. No sé lo que
me contuvo. Aunque a medida que pasan los días voy
convenciéndome de que fue la mirada de mi perro la que me
salvó de cometer tal desatino. Pero sigo creyendo que no
merezco vivir, a mi edad, habiendo sido repudiado por sabios
que forman legión en una ciudad pequeña donde sobresalen sus
saberes y bonhomía. E incluso, a pesar de estar soportando
dolores intensos por mi deseo de purgar mis culpas, usando
cilicios espeluznantes, todavía puedo pensar en el gran
beneficio que sería para Ceuta exportar parte de tanto
intelecto a cambio de que los países interesados nos envíen
un turismo capaz de acabar con todos los desempleados que
están a disposición de Juan Luis Aróstegui.
Así que pondré mi granito de arena haciendo publicidad de
algunos de los intelectuales tan codiciados, elegidos al
azar, como son Juan Miguel Armuña Guerrero, Paloma López
Cortina, Manuel Calleja, Toño Campoamor y Silvia Vivancos.
De momento. Pero prometo que las demás cabezas privilegiadas
irán apareciendo en esta columna que tanto leen. Por más que
sean setenta. ¡Joder, qué tropa...! Que diría Romanones.
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