De la envidia está dicho todo.
Tengo una nota enmarcada y que pende de la pared de la
salita donde escribo y que reza así: “La envidia es un mal
tan generalizado y tan poco vitalista como exenta de placer.
¡Habrá mal peor en el mundo que sufrir siempre!: uno,
alegrarse de las desgracias ajenas; otro, martirizarse con
sus alegrías. ¡Confórmense con lo suyo!”.
En esta ciudad, hay personajes que llevan muchos años, pero
muchos, yendo a gusto en el machito. Disfrutando de una
situación privilegiada, más bien abusiva, y mirando a sus
competidores por encima del hombro. Bueno, hablar de
competidores es una exageración. Porque esta gente jamás
permitió que nadie les disputara ni siquiera un adarme del
pastel que ellos han venido degustando sin arriesgar nada. Y
pobre de quien osara dar el paso adelante.
Han estado siempre, los más que conocidos personajes de esta
ciudad, tan dados a presumir de poder y prestigio, viviendo
el halago perpetuo, agradable, embriagador y azucarado, que,
aun en pequeñas dosis, en vez de poción resulta, a la larga,
veneno. El veneno amargo de sentir que hay ya personas que
les van comiendo el terreno porque han decidido caminar de
frente y asumiendo sus deberes en corto y por derecho.
El veneno del cual hablo es el de la envidia. Ese
sentimiento dañino que les ocasiona ser testigos del triunfo
del sacrificio y trabajo invertidos en él, sin tener por qué
dejar heridos a su alrededor. De lo contrario, ese triunfo
acabaría siendo pirrico. Y, sin lugar a dudas, seguramente
hasta flor de un día.
Dicen que las derrotas, aunque sean morales, cuando se
producen, son feas. Tan feas como la falta de vida. Y nos
recuerdan también a cada paso que de ellas se aprende.
Aunque a la fuerza. Pero tampoco es buena cosa la humildad
ficticia que destilan los triunfos, basados en el
acaparamiento del poder y del dinero. Por tanto, el buen
carácter del derrotado debe fraguarse cuando está viviendo
momentos destacados en todos los aspectos.
Todavía me parece estar oyendo a una persona de esta ciudad,
cuando gritaba por teléfono que era la que más poder tenía
en la ciudad. Y quien estaba al otro lado del aparato,
cuando pudo conectar conmigo, sólo se le ocurrió preguntarme
que cómo me relacionaba yo con un gilipollas de tamaña
magnitud. Que si había perdido el buen gusto del cual había
dado muestras a la hora de elegir mis compañías, hasta
entonces. Y mi respuesta fue la siguiente: “El hombre y sus
circunstancias”. Una especie de resignación, momentánea.
Lo importante de los triunfos es que dejan pensar; dan
lucidez y proporcionan calma tensa y alegría. Esta es la
cara agradable del éxito. Y que permite, a quien lo
consigue, mirar hacia todos los lados sin pasar los límites
de la necesaria vanidad para no desembocar en la soberbia;
callejón sin salida, tarde o temprano.
El editor de ‘El Pueblo de Ceuta’ ha emprendido ese camino.
Y uno, cuando ha cumplido ya setenta años, y tiene los ojos
desgastados de ver a tantos vendedores de humo, no duda en
expresar su alegría por escribir aquí. La que me permite, de
igual manera, estar en desacuerdo con los propietarios del
medio, cuantas veces creo necesarias. Y muchas cosas más.
Las que prefiero callarme por la misma razón que ofrezco en
el párrafo anterior.
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