Quién no ha jugado alguna vez en
el barrio, en las callejuelas, se han formado grupos y
pandillas, siempre teníamos el chavalito que se le trababa
la lengua, el ganga, el atragantao, el que no podía terminar
ninguna conversación. Los grupos tem¬imos cabezas de serie,
los que mandába¬nos el grupo, los que saltábamos los muros
de los derribos, los que dábamos el primer paso para
defender el mogollón de la pandilla. ¿Quién no ha recorrido
las Navidades, después del primer día de vacaciones, los
puestos y tómbolas, para preparar el árbol y belenes?
Teníamos que tirar del despistado, el que se perdía el que
le cerraban el puesto y por había pedido todavía a San José.
Son tiempos memorables de épocas pasadas que uno puede
recordar con cariño con los hermanos y amigos. Cuando el
pares y no¬nes, los mayores formábamos equipos para los
partidillos y cuando llegábamos a los sparrings, decíamos
¿quién coge la carro¬ña? a ese se le quedaba el mote de
Paquito “el carroña’.
Más do 25 años después, tomándome un café me acuerdo del
título de este artículo. Mi primo Javi Mora me decía
“Barradelas, Barradelas”. La traducción era resbaladera, si
señor, un tobogán inmenso que pusieron antaño en los
jardines de la Argentina, lo que es lo mismo que las Puertas
del Campo tan bello rincón, para sentarse los inmigrantes y
maleantes y nos preparábamos para llevarlo con los del
grupo, a que ‘disfrutara del tobogán nue¬vo. Hoy día, cuando
corro por la gravilla de cualquier columpio y cacharrito,
noto cómo se echa de menos esa frescura, esa ilusión y ese
poderío con el que nos subíamos a esos gigantes de pura
fantasía a imitar a nuestros personajes imaginarios, y
esperando que pasara la noche y el día, deseando volver a
subirme a las barradelas.
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