Empezó a vestirse con parsimonia.
Como si fuera un torero. Aunque sin la ayuda de mozo de
espada alguno. Pero, de haber solicitado vestidor, habría
recibido infinidad de ofrecimientos. No en vano lleva mucho
tiempo viviendo momentos de gloria. Miró el reloj para
comprobar que aún tenía tiempo suficiente para demorarse.
Cuando le tocó anudarse la corbata, el espejo le devolvió
una imagen que le puso nervioso. Era la tercera vez que le
ocurría, en apenas unos meses. Así que volvió a sentirse
mal. Porque en tales momentos se apoderaba de él un enorme
desasosiego. Una inquietud extrema. Y hasta respirar le
costaba lo suyo.
Decidió que la mejor manera de combatir ese sentimiento de
culpa que le entraba al enfrentarse a la luna del armario,
era hablando consigo mismo. Y no dudó en echar mano de la
llamada conversación de los locos. Mas tampoco, en esta
ocasión, sus excusas pudieron conseguir que se viera
reflejado como él deseaba. Tal y como lo percibía toda esa
gente que decía tenerle en tan alta estima.
Y, como prueba de ello, allí continuaba altanera esa mueca
desagradable que no lograba erradicar de su rostro por más
que lo intentara haciendo visajes para ver si, al fin,
hallaba el mejor semblante para presentarse en la fiesta
donde le esperaban unos incondicionales dispuestos a
dedicarle ditirambos y conjurados para hacerle pasar una
noche maravillosa.
Llegó a su cita con ligero retraso. Como siempre. Una
tardanza realizada a propósito para que le permitiera hacer
su entrada triunfal en la sala donde los ahora sus más
cercanos colaboradores le esperaban con impaciencia sumisa y
sonrisas adulonas.
Al frente de esa cohorte de agradecidos figuraba la pareja
que actualmente goza de todo el impostado beneplácito suyo.
Ella cundiendo comidillas tan innecesarias como despiadadas;
y él, moviéndose con el sigilo que suelen usar las fieras
africanas cuando divisan a su víctima.
Los reunidos, en noche tan mágica, no dudaron en gritar a
voz en cuello la alegría que les había producido la llegada
del jefe. Del cual depende el que ellos continúen ocupando
cargos que exigen poco trabajo y están magníficamente
remunerados. Canonjías que no están dispuestos a perder
aunque en el empeño deban dejar a heridos o muertos por el
camino.
Cenaron opíparamente. Tomaron las uvas con la algarabía
consiguiente. Con esa bulla tan especial que surge entre las
personas que saben perfectamente que están viviendo por
encima de sus posibilidades y a costa de unas prebendas
nunca acordes con sus conocimientos, en la mayoría de los
casos. Brindaron con el mejor champaña por su causa y porque
el año que había empezado fuera igual de generoso, o más,
que el recién terminado. Y bailaron hasta el alba. En medio
de un entusiasmo indescriptible.
Mientras el líder, agasajado y lisonjeado por doquier,
recuperaba su estado ideal y su cara reflejaba los motivos
que tenía para sentirse sumamente importante. Sobre todo por
las muestras de afectos de los suyos. Eso sí, a medida que
pasaban las horas menos deseos tenía él de abandonar la
fiesta. Necesitaba estar acompañado. Todo menos regresar a
su casa y enfrentarse nuevamente con el espejo y con esa
horrible mueca que éste le reflejaba. Sin el menor atisbo de
piedad.
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